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La necesidad de comunicarse efectivamente con los niños

Más de Keith Mathison

Al igual que muchos, he visto una buena cantidad de películas a través de los años, y la gran mayoría han sido bastante olvidables. Hay unas pocas que disfruté lo suficiente como para comprarlas y verlas de nuevo. Pero han sido muy pero muy pocas aquellas tan poderosas que de una forma u otra se han quedado conmigo años después de haberlas visto.

Cuando pienso en las películas que he visto de adulto y que realmente me han impactado, tres me vienen a la mente. Una es Una historia sencilla (The Straight Story, David Lynch, 1999), una película basada en la historia real de Alvin Straight, de 73 años, que condujo su cortadora de césped por casi 400 kilómetros de Iowa a Wisconsin para visitar a su hermano, que recientemente había sufrido un derrame cerebral. La expresión en el rostro de su hermano cuando se da cuenta de lo que Alvin ha hecho es profundamente conmovedora.

Dos películas en lengua extranjera también entran en esta categoría. La primera, Los últimos días (Die letzten Tage, Marc Rothemund, 2005), es una película alemana basada en la historia real de una adolescente arrestada por la Gestapo por distribuir panfletos antinazis durante la Segunda Guerra Mundial. Una vez más, la escena final es poderosa, pero las preguntas que hace esta película sobre uno mismo y lo que uno hubiera hecho en esa situación se quedan mucho después de que los créditos terminan.

La segunda película en lengua extranjera que nunca he podido olvidar es Ponette (Jacques Doillon, 1996), una película francesa sobre una niña de cuatro años que intenta lidiar con la muerte de su madre. Ponette no es una película fácil de ver. Hay pocas cosas más desgarradoras que el dolor de un niño, y la actuación de la joven actriz que retrata a Ponette es verdaderamente asombrosa. El aspecto más fascinante de la película para mí, sin embargo, tiene que ver con las preguntas que plantea sobre la forma en que los niños interpretan (y malinterpretan) las palabras de los adultos.

Cualquiera que enseñe a niños pequeños tiene que detenerse y pensar en las palabras que usa al comunicarse con ellos.

En la película, el padre de Ponette es ateo, y él le dice sin rodeos que su madre se ha esfumado. Mientras lidia con su propio dolor, deja a su hija con sus tíos, quienes son devotos católicos romanos. En un intento por consolar a Ponette, su tía le cuenta la historia de la muerte y resurrección de Jesús. En su mente de cuatro años, Ponette entiende que si espera unos días, su madre volverá. Su tía y su tío no se dan cuenta de cómo Ponette los ha malinterpretado y, por lo tanto, nunca le aclaran las cosas. Tampoco se dan cuenta de lo devastada que está cuando su expectativa no se realiza. El consejo que le dan los amigos de cuatro años de Ponette durante el resto de la película la estruja emocionalmente, pero en su situación, malinterpretar a sus amiguitos es mucho menos grave que malinterpretar la relevancia de la resurrección de Cristo.

Como cristianos, estamos llamados a enseñar a nuestros hijos. Pero, ¿con cuánta frecuencia simplemente damos por hecho que han comprendido el significado de nuestras palabras? ¿Consideramos el daño que se puede hacer si nos malinterpretan sin que nos demos cuenta? Los niños muy pequeños están en el proceso de aprender las reglas básicas de la gramática a través de la imitación y el uso. Su vocabulario también está creciendo, a veces inventando sus propias palabras. (A mi hija se le ocurrió la palabra “fusis” para “flores” cuando era pequeña). Pero los niños pequeños a menudo cometen errores en el uso del idioma a medida que lo aprenden, y no siempre captan automáticamente las denotaciones o connotaciones propias de cada palabra y frase que escuchan.

Como cristianos, estamos llamados a enseñar a nuestros hijos. Pero, ¿con cuánta frecuencia simplemente damos por hecho que han comprendido el significado de nuestras palabras?

Para un niño, confundir el significado de las palabras “morada” y “morado”, aunque potencialmente gracioso, es una cosa. Sin embargo, confundir el significado de las palabras de la Escritura o los fundamentos de la teología cristiana es otra muy diferente. Cualquiera que enseñe a niños pequeños tiene que detenerse y pensar en las palabras que usa al comunicarse con ellos. No debemos suponer que los pensamientos en nuestras mentes se comunican efectivamente sin distorsión en las mentes de los niños. Es de vital importancia preguntarle a los niños qué es lo que ellos han entendido de lo que decimos.

¿Qué escuchan de ti, de tus pastores, o de sus maestros de la escuela dominical cuando oyen hablar de “el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo”? ¿Qué escuchan cuando decimos que creemos en Jesucristo, el “Hijo unigénito” de Dios? ¿Qué escuchan si usamos las palabras “Espíritu Santo”? ¿Comprenden lo que se dice cuando usamos palabras como el cielo, la fe, el alma, o la salvación? Solo podemos averiguarlo preguntándoles.

Si requieren más explicaciones, las siguientes preguntas son: ¿Estamos equipados para explicarles? ¿Podemos aclarar la doctrina de la Trinidad, por ejemplo, a un niño pequeño? Claramente no podemos enseñar lo que no sabemos, y no podemos explicar lo que nosotros mismos no entendemos. El estudio de las Escrituras y de la teología no es un lujo para aquellos a quienes se les han confiado los niños. Es una necesidad.


Publicado originalmente en Ligonier. Traducido por Sergio Paz.
Imagen: Lightstock.
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