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Me fue imposible parar después de que inicié la lectura. Imaginarme a mí mismo en la situación del protagonista de La metamorfosis de Franz Kafka, me resultó abrumador: «Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto» (p. 5). ¿Te imaginas despertar un día transformado en una cucaracha gigante? Es horrible y, sobre todo, ¡absurdo!

Al igual que sucede con Gregorio, un sinnúmero de ideas, preguntas y reacciones inundan la mente del lector al adentrarse en esta novela corta. ¿Acaso se trata de un sueño? ¿Qué causó esa transformación? ¿Qué harán sus familiares y amigos al verlo así? Sin embargo, el gran (y terrible) atractivo de esta historia es que —a pesar del esfuerzo sincero e inagotable del protagonista— en ningún momento logra entender las razones o escapar de las consecuencias de su transformación.

Esa no es la experiencia de quien conoce el evangelio. Leer La metamorfosis nos recuerda cuán absurda es la vida para la persona que se deja absorber por las preocupaciones del mundo moderno… ¡pero no es así para los que somos pueblo de Dios! En esta novela, Kafka presenta de manera brillante dos aspectos del mundo absurdo. La buena noticia es que el evangelio nos rescata de ambos.

Un mundo incomprensible

El aspecto más frustrante de la novela es que nadie conoce el origen de la metamorfosis de Gregorio. No hay un artificio mágico o una pócima. Ni siquiera una pizca de fantasía. En el mundo brutalmente real y cotidiano de la sociedad de principios del siglo XX, este hombre aparece convertido en un insecto sin explicación alguna. Tampoco se presenta la más mínima pista de una solución viable.

Leer esta novela me llevó de rodillas a agradecer por la libertad que he experimentado en Cristo

Pero el problema va mucho más allá de no entender la metamorfosis. Gregorio, aunque se ve a sí mismo en una situación tan miserable, está convencido de que «una ligera indisposición», un desvanecimiento, le impidió levantarse (p. 10). Sus familiares, aunque notan la nueva condición de Gregorio y se ven afectados por ella, no reaccionan de forma lógica ante el horrible suceso. Los personajes no solo son ignorantes ante el problema de la metamorfosis, sino que además son incapaces de actuar consecuentemente o de ver la gravedad de lo que está ante sus ojos.

Así viven aquellos que no conocen a Dios y Su revelación: creyendo mentiras sobre sí mismos y el resto del universo; incapaces de actuar de manera coherente con la realidad. «Pues, aunque conocían a Dios, no lo honraron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se hicieron vanos en sus razonamientos y su necio corazón fue entenebrecido» (Ro 1:21).

Los seres humanos hemos abandonado a Dios y perdido de vista que adorarle es nuestro propósito primordial. Solo el evangelio nos devuelve a una comprensión plena de las verdades fundamentales de la existencia del mundo, en la cual reconocemos nuestro propósito original, nuestra posterior condición pecaminosa, nuestra necesidad absoluta de Cristo y nuestra labor en la tierra como hijos de Dios.

Un mundo utilitario

Verse convertido en un insecto gigante y no saber por qué debería, al menos, abrumar a Gregorio. Sin embargo, su dolor y frustración no vienen del hecho de que ahora es una cucaracha gigante; su esencia e identidad no resultan tan importantes como el lector supondría. En cambio, la mayor preocupación de Gregorio Samsa es ¡que ya no puede ir a trabajar!

Cuando Samsa escucha que el apoderado de la empresa en donde trabaja llega a la casa, el narrador dice: «¿Por qué estaría Gregorio condenado a trabajar en una empresa en la cual la mínima ausencia despertaba inmediatamente las más terribles sospechas?» (p. 9). El mayor problema en la mente de Gregorio es perder su trabajo.

Esta perspectiva utilitarista es compartida por los demás personajes de la novela. Cuando su familia y su jefe notan su estado, no se ocupan inmediatamente de llevarlo al médico. Lo máximo que hace la familia es discutir sobre quién se encargará de alimentar a Gregorio, evitando el contacto directo cuanto sea posible.

Con el tiempo, la familia deja de recibir el dinero que Gregorio traía a la casa y evidencian que su hijo ya no tiene el mismo valor: «La costumbre, tanto en la familia, que recibía agradecida el dinero de Gregorio, como en éste, que lo entregaba con gusto, hizo que aquella primera sorpresa y primera alegría no volviesen a reproducirse con la misma intensidad» (p. 19).

Incluso su hermana, la que más afecto parecía tener hacia Gregorio, comienza a considerar que Samsa no es más que una molestia. Al final, el mismo Gregorio se convence de que debían deshacerse de él: «Estaba, si cabe, aún más convencido que su hermana de que tenía que desaparecer» (p. 36).

Todos somos como Gregorio Samsa… hasta que conocemos el evangelio

Pero esta perspectiva materialista difiere completamente de cómo Dios mira al ser humano. Nosotros fuimos creados para mostrar la gloria de Dios. Es de tal importancia y honor el portar la imagen del Creador, que somos estimados por encima del resto del universo: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, y el hijo del hombre para que lo cuides? ¡Sin embargo, lo has hecho un poco menor que los ángeles, y lo coronas de gloria y majestad!» (Sal 8:4-5).

«El día que Dios creó al hombre, a semejanza de Dios lo hizo». Pero cuando Adán engendró un hijo, por causa de la caída, lo hizo «a su semejanza, conforme a su imagen, y le puso por nombre Set» (Gen 5:1-3). El pecado hizo que la gloria de Dios fuera afectada. Aún así, el Señor no se deshizo de nosotros; Él nos amó profundamente por medio de Cristo, al punto de entregarlo para asegurar nuestra salvación (cp. Jn 3:16). Estábamos «muertos en nuestros delitos y pecados», pero aún en tal condición, Dios decidió amarnos (Ef 2:1).

Gratitud

Concuerdo con la forma en que Franz Kafka presenta el mundo moderno: absurdo, incomprensible y cruelmente utilitarista. Negar que así es nuestra realidad desde una perspectiva secular sería ingenuo. Con todo, leer esta novela me llevó de rodillas a agradecer por la libertad que he experimentado en Cristo y el amor con el que Dios me ve a pesar de mi pecado. Todos somos como Gregorio: cucarachas gigantes, que no saben cómo escapar y resultan un estorbo para el mundo… hasta que conocemos el evangelio.

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