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¿Qué les sucede a aquellos que mueren negando la verdad de Dios en sus vidas? ¿Qué significará para ellos haber rechazado la verdad? La mayoría de la gente de hoy no quiere pensar en el juicio final. Para aquellos que son jóvenes, la muerte y la eternidad parecen estar muy lejos. Sin embargo, si pensáramos seriamente en la eternidad, el cielo, y el infierno, cambiaría la forma en que vivimos hoy y, para muchos, cambiará el lugar donde pasarán la eternidad. El teólogo y autor R. C. Sproul dijo: “El hombre moderno apuesta su destino eterno en que no hay un juicio final”. Esta es una apuesta trágicamente fatal. La santidad y la justicia de Dios exigen que se ejecute la justicia perfecta en el día final. Al final de la historia humana, Dios juzgará al mundo, y su propósito eterno en la historia redentora se cumplirá.

Asomándose en el horizonte de la eternidad viene un terrible y último día de juicio. Este mundo gira en el espacio en un curso de colisión contra este último día conocido como “el juicio del gran trono blanco”. Esta hora culminante de reconocer a Dios se describe en numerosos lugares a lo largo de la Escritura. El libro de Romanos lo identifica como “el día de la ira” (Ro. 2:5). Judas lo llama “el juicio del gran día” (Jud. 6). El apóstol Pablo dice que Dios “ha establecido un día en el cual juzgará al mundo en justicia” (Hch. 17:31). Este día se acerca rápidamente, un día de juicio final en el cual Dios estará en la corte, y todo el mundo será juzgado delante de Él. En este juicio, Dios abrirá los libros y presentará su caso. Cada pecador perdido será juzgado, y Dios anunciará su justo veredicto y condenará a cada incrédulo al infierno.

Cada pecador perdido será convocado a tomar su posición ante el tribunal del juicio divino, donde cada incrédulo tendrá su día en la corte ante el Señor Jesucristo.

Esta escena final de la corte se describe con detalles dramáticos en Apocalipsis 20:11-15. Esta es la corte más alta en el cielo y en la tierra. Es la corte suprema del universo, y no hay un tribunal superior de apelación. Cada pecador perdido será convocado individualmente a tomar su posición ante el tribunal del juicio divino, donde cada incrédulo tendrá su día en la corte ante el Señor Jesucristo. La evidencia se presentará, y será un caso irrefutable presentado por Dios mismo. No se ofrecerán refutaciones, no se hará ninguna defensa, ni se extenderá ninguna simpatía. No habrá gracia, ni algún defensor del pecador, ni injusticia. No habrá apelación exitosa por parte de los culpables, y no habrá libertad condicional de la prisión como escape. Solo habrá un juicio perfecto.

¿Qué debería decirnos esta escena del último día, a quienes somos creyentes en Jesucristo? ¿Qué debería exigir este juicio final de los creyentes? Hay dos puntos principales de aplicación que debemos poner en acción. Ambos son críticamente importantes mientras vivimos en respuesta a esta verdad.

Primero, debemos humillarnos ante esta verdad. A no ser por la gracia de Dios, sufriríamos el mismo tormento. A no ser por la gracia de Dios, seríamos juzgados y condenados. Allí, sin la gracia de Dios, seríamos condenados para siempre. La única diferencia entre nosotros y aquellos que serán condenados en el juicio del gran trono blanco es el amor incondicional y el favor inmerecido del Señor Jesucristo. Todos los que creemos en Jesucristo merecemos ser condenados en este juicio del gran trono blanco. Del mismo modo, deberíamos ser arrojados al lago de fuego, porque todos hemos pecado y estamos privados de la gloria de Dios. Sin embargo, Dios tomó nuestros muchos pecados y los colocó detrás de su espalda. Jesús ha quitado nuestras iniquidades como el este está lejos del oeste. Cristo ha lavado nuestros pecados, nos ha imputado su perfecta justicia, y nos ha cubierto con su sangre, para que nuestros pecados nunca sean tenidos en cuenta ante Dios.

A la luz de este último día, no hay lugar para la jactancia por parte de nadie.

Debemos, por lo tanto, caminar humildemente ante nuestro Dios. A la luz de este último día, no hay lugar para la jactancia por parte de nadie. Qué humildad debería caracterizar a cada uno que confía su vida a Jesucristo. No tenemos ningún mérito nuestro, sino el mérito de Aquel que vivió en perfecta obediencia a la ley, y que murió por quienes han violado esta ley.

Cuán humildemente debemos caminar delante de nuestro Dios. Qué acción de gracias deberíamos ofrecerle al Señor. No hay condenación para aquellos que están en Cristo Jesús, y nada nos separará jamás del amor de Dios (Ro. 8). Esto debería hacernos atesorar nuestra salvación eterna en Cristo. Considera el gran pecado que te ha sido perdonado, y considera el gran sacrificio que se ha ofrecido para quitar tu pecado. Cada uno de nosotros debe caminar humildemente ante nuestro Dios.

Segundo, debemos dar testimonio de esta verdad. La retribución de la verdad en el juicio final debería impulsarnos a la evangelización. Hay personas a nuestro alrededor que aún no han venido a Cristo, que están fuera del Reino de Dios y, por lo tanto, bajo su ira. La experiencia del amor redentor de Dios está restringida exclusivamente para aquellos que están dentro del Señor Jesucristo. Los que están fuera de Cristo están en un lugar de miedo. Nos incumbe a todos y cada uno de nosotros ir al mundo y suplicar a los inconversos que vengan a la salvación que ya ha sido preparada por Cristo.

Qué responsabilidad tenemos de ir con nuestras familias, amigos, compañeros de clase, y colegas con un sentido de urgencia para compartir el amor de Dios en la cruz del Señor Jesucristo. ¿Cómo escaparán si descuidan una salvación tan grande? Cuán compulsivo es para nosotros ir a todo el mundo y predicar el arrepentimiento ante Dios y la fe en Jesucristo. Debemos ser usados ​​por Dios para alcanzar a los demás, para que puedan abrazar la realidad de la verdad en la palabra de la cruz, en lugar de tener que enfrentar un día la retribución final de la verdad en el juicio final.


Publicado originalmente en Ligonier. Traducido por Emanuel Elizondo.
Imagen: Lightstock.
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