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1 Samuel 21 – 23  y  1 Timoteo 5 – 6

Y le dijo Saúl: “¿Por qué tú y el hijo de Isaí han conspirado contra mí, dándole pan y una espada, y has consultado a Dios por él para que se rebelara contra mí, tendiéndome una emboscada como sucede hoy?” (1 Samuel 22:13)

Una dramática historia sacudió a México hace poco: 43 estudiantes fueron arrestados por policías corruptos para después ser entregados a una pandilla quien terminaría con sus vidas. En Francia un grupo terrorista atacó 6 partes distintas de su ciudad capital al mismo tiempo, asesinando a más de 120 personas. En San Bernardino, California en Estados Unidos, dos personas interrumpieron una fiesta empresarial en un centro de servicio social matando a 14 personas. Al mismo tiempo, el resto del país americano está envuelto en en una controversia sobre la investigación de una agencia abortiva culpada de vender ilegalmente órganos de los niños no nacidos. La crónica periodística se centra demasiado en los ‘culpables’, pero, ¿Quién da cuenta de los inocentes? Ya en otra reflexión hemos hablado del alegato de inocencia, por eso en esta oportunidad queremos referirnos a los inocentes que están detrás de los culpables, porque, detrás del ‘hombre manco’ siempre hay un ‘doctor Richard Kimble’ que está pagando por los delitos que no cometió.

Nuestro mundo está tan empequeñecido por el fenómeno de la globalización que cuando una mariposa aletea en China crea un huracán en Nueva York. Así también todas nuestras acciones tienen repercusión aún en gente inocente. Por ejemplo, el hombre que después de una celebración maneja ebrio puede hacer pagar su insensatez a gente absolutamente inocente. El hombre de negocios que, preso por la codicia, no duda en estafar a una familia inocente que ahorró durante toda su vida para comprar lo que él promete falsamente, les arruina la existencia y les quita la felicidad. Sumemos y restemos y siempre el número de las víctimas inocentes será exponencialmente superior al de los culpables.

David se daba cuenta que cada día que pasaba más se ponía en peligro su vida, y decide huir. La ira injustificada de Saúl lo lleva a intentar acabar con David por todos los medios. La situación de riesgo hizo que el joven hebreo huyera tan de prisa que solo se llevó lo que tenía puesto. En su loca carrera se detiene en Nob, lugar en donde vivía el sacerdote Ahimelec con toda su familia. Allí, muerto de hambre, pide algo de comer al sacerdote. Ahimelec sorprendido (no entiende como el gran David andaba solo y sin escolta) no duda en darle algo del alimento sagrado y la espada de Goliat que guardaba como una reliquia.

Ahimelec actuó inocentemente, pero no lo entendió así el desquiciado Saúl. En cuanto se enteró de lo sucedido y preso de ira, no dudó en hacer traer e increpar al sacerdote con las palabras que leemos en el encabezado. Ahimelec, mientras tanto, no entendía nada: “¿Y quién entre todos tus siervos es tan fiel como David, yerno del rey, jefe de tu guardia y se le honra en tu casa?” (1 Sam. 22:14). ¿Es qué no está todo claro? Razones tan evidentes como éstas hubieran servido para hacerle entender a Saúl el error en que se encontraba al juzgar a un inocente por algo que él no debía saber; pero su paranoia era tal, que era incapaz de entender razones.

¿Cómo se disculpa alguien que le hace daño a un inocente? “No me di cuenta”, “no presté demasiada atención”, “no pensé que pasaría esto”, dicen algunos, “no lo sabía”, “lo lamento”, dicen otros. Lo triste es que siempre se entra en razón después de haber hecho el daño. Por eso es que nuestra responsabilidad es evitar por todos los medios que hagamos algo, sea cual sea la instancia, sin un claro razonamiento de lo que estamos haciendo. Ser una persona razonable es fundamental para poder llegar a ser justo y no dañino con los que nos rodean.

Ahimelec, siendo profundamente inocente, intenta infructuosamente mostrar que su detención es injusta: “No culpe el rey de nada a su siervo ni a ninguno de la casa de mi padre, porque su siervo no sabe nada de todo este asunto” (1 Sam. 22:15b). Pero Saúl no escuchó, porque cuando alguien pierde las proporciones siempre hace pasar por culpable al inocente. Te pregunto: ¿Pierdes con facilidad los papeles? ¿Cuándo un tema te interesa demasiado, te apasionas con él hasta perder la cabeza? ¡Cuidado con perder el sentido de las proporciones! La orden del rey fue tan tajante como su desubicación: “…Ciertamente morirás, Ahimelec, tú y toda la casa de tu padre” (1 Sam. 22:16).

Saúl no escuchó razones y perdió el sentido de las proporciones al mandar matar a toda una familia sacerdotal que ya había probado su inocencia: “y atacó a los sacerdotes, y mató aquel día a ochenta y cinco hombres que vestían el efod de lino. Y a Nob, ciudad de los sacerdotes, la hirió a filo de espada, tanto a hombres como a mujeres, tanto a niños como a niños de pecho; también hirió a filo de espada bueyes, asnos y ovejas” (1 Sam. 22:18b-19).

Esta historia se sigue repitiendo todos los días y en todo lugar de nuestro pequeño planeta azul. La humanidad sigue siendo testigo de horrendos crímenes cometidos con gente inocente. Los medios de comunicación dan cuenta día a día de la brutalidad a la que puede llegar el ser humano cuando deja de pensar con cordura y cuando es incapaz de actuar con ecuanimidad. Y con esto no solo nos referimos a macro crímenes, sino también a todas aquellas cosas en las cuales nosotros también somos culpables al dañar a un inocente.

Lamentablemente, solo cuando nosotros somos los inocentes afectados sentimos el peso de la culpabilidad y la sinrazón de los infractores, pero siempre habrá una justificación para cuando nos encontramos en el otro sector. No debemos olvidar que cada acción humana es indeclinablemente una acción moral y que en medio de las interrelaciones sociales siempre lo bueno o lo malo repercutirá en nuestros semejantes y también en nosotros mismos. Y de esto nadie se libra, porque el apóstol Pablo dice: “Los pecados de algunos hombres ya son evidentes, yendo delante de ellos al juicio; pero a otros, sus pecados los siguen. De la misma manera, las buenas obras son evidentes, y las que no lo son no se pueden ocultar” (1 Tim. 5:24-25).

Es un buen momento para orar y buscar en nuestro corazón a algún inocente que esté sufriendo por nuestra culpa. Si lo hay, pide perdón al Señor y restituye al agraviado. Es lo justo.

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