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Números 26 – 27   y   Hechos 25 – 26

”¿Por qué ha de desaparecer el nombre de nuestro padre de entre su familia sólo porque no tuvo hijo? Dadnos herencia entre los hermanos de nuestro padre”, Números 27:4.

¿Quién no ha deseado alguna vez tener un pariente rico que al fallecer nos deje una jugosa herencia? Seguro que más de uno de nosotros ha respondido afirmativamente. Recibir de alguien el fruto de su trabajo y su esfuerzo es una verdadera manifestación de amor, desapego y confianza. Pero, también es justo ponernos en el otro extremo: ¿Cuál es el legado que nosotros podemos dejar? ¿Qué es lo que otros pueden esperar de nosotros como una herencia? Y con esto no nos estamos refiriendo solo a cuentas bancarias, autos, casas y yates, sino a un legado imperecedero que pueda ser tomado como una contribución de nuestra parte a la humanidad.

Moisés, el gran estadista hebreo, dejó una herencia de honestidad, orden y lealtad a toda prueba.  Es su carácter y su gran espiritualidad lo que ha hecho que este hombre trascienda al tiempo, y que varios miles de años después todavía usemos de los bienes espirituales que él nos dejó. Cuando él partió, le entregó a su discípulo Josué la herencia de un gobierno y una autoridad intachable.  El Señor le ordenó así a Moisés: “Y pondrás sobre él parte de tu dignidad a fin de que le obedezca toda la congregación de los hijos de Israel”, Números 27:20. La dignidad de Moisés era la respetabilidad de su propia persona aceptada por todo el pueblo. Este hombre no tenía riquezas ni tierras que dejarle a su sucesor. No había un palacio presidencial, ni fastuosos ceremoniales de traspaso. El pueblo que dirigía era todavía un pueblo errante y sin fronteras con todas las batallas todavía por pelearse; pero era su dignidad, su compromiso inclaudicable, su mansedumbre y su gran comunión con un Dios vivo, el legado que Josué recibía sobre sus hombros de las manos de Moisés.

El apóstol Pablo supo recoger de la herencia que solo los hombres de Dios pueden preservar y acrecentar. Aunque había perdido fama y honra por seguir con firmeza a su Señor, con todo, se mantenía digno y consecuente con aquello que creía y por lo cual estaba dispuesto a pagar con su propia vida la fidelidad a sus creencias.

Cuando Festo, el gobernador romano, le habla al rey Agripa del apóstol Pablo y su encarcelamiento, él menciona: “sino que simplemente tenían contra él ciertas cuestiones sobre su propia religión, y sobre cierto Jesús, ya muerto, de quien Pablo afirmaba que estaba vivo”, Hechos 25:19.  La mayor herencia y el mayor legado que se traspasan los cristianos de una generación a otra son la profunda convicción de la existencia y la vitalidad de nuestro Señor Jesucristo. “¡Él está vivo y nosotros vivimos por Él!”, es la cláusula que sella nuestra herencia milenaria. Muchas cosas habían cambiado desde los tiempos de Moisés hasta los tiempos de Pablo. Millones más han cambiado desde hace dos milenios hasta ahora. Pero lo que se mantiene inalterable es Cristo, quién sigue enriqueciendo a muchos entregándole a otros la herencia del ministerio con la que también honró a Moisés y a Pablo: “Pero levántate y ponte en pie; porque te he aparecido con el fin de designarte como ministro y testigo, no sólo de las cosas que has visto, sino también de aquellas en que me apareceré a ti; librándote del pueblo judío y de los gentiles, a los cuales yo te envío, para que abras sus ojos a fin de que se vuelvan de la oscuridad a la luz, y del dominio de Satanás a Dios, para que reciban, por la fe en mí, el perdón de pecados y herencia entre los que han sido santificados”, Hechos 26:16-18.

Como ven, la herencia de Dios para los hombres no es como la del genio de Aladino o la del Gato con Botas: Riqueza, Felicidad y muchos bienes. Más bien, es una herencia de servicio, viendo cómo el poder de Dios puede ser transferido hacia los demás a través de las vidas consagradas de sus ministros.

Las riquezas de la herencia de Jesucristo no tienen comparación con las que los hombres puedan entregar. A los ojos de los hombres resulta inverosímil que un hombre como Él haya cambiado el curso de la historia de la humanidad. A simple viste así podemos observar a Jesús:

“Nació en una oscura villa, hijo de una campesina. Creció en otra villa donde trabajó en un taller de carpintería hasta que tuvo treinta años. Luego, durante tres años, fue predicador ambulante. Nunca escribió un libro. Nunca tuvo una oficina. Nunca tuvo una familia ni fue dueño de una casa. Nunca fue a una universidad. Nunca visitó una gran ciudad. Nunca viajó a más de trescientos kilómetros de distancia de su lugar de nacimiento. Nunca hizo las cosas que por lo general acompañan a la grandeza. No tuvo más credenciales que Él mismo.Solo tenía treinta tres años cuando la marea de la opinión pública se volvió en su contra. Se alejaron sus amigos. Uno de ellos lo negó. Fue entregado a sus enemigos y pasó por la burla de un juicio. Fue clavado a una cruz entre dos ladrones.Cuando estaba muriendo, sus verdugos echaron suertes por sus vestiduras, la única propiedad que había tenido en la tierra. Cuando murió, fue puesto en un sepulcro prestado por la compasión de amigo…

¿Qué herencia puede entregarnos una persona así?

… Han pasado diecinueve siglos y hoy es la figura central de la raza humana.

Todos los ejércitos que hayan marchado, todos los navíos que hayan navegado, todos los parlamentos que hayan debatido, todos los reyes que hayan reinado, puestos todos juntos, no han afectado la vida del hombre en esta tierra tanto como esa vida solitaria”. (¿Y qué si Jesús no hubiera nacido?).

Él es nuestra heredad y patrimonio, y Él es la herencia que podemos seguir dejándole a nuestros hijos y a los hijos de ellos. 

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