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2 Crónicas 7.11 – 9    y   Mateo 11 – 12

Después de los veinte años, en los cuales Salomón había edificado la casa del Señor y su propia casa, reedificó las ciudades que Hiram le había dado, y estableció allí a los Israelitas.

 (2 Crónicas 8:1-2)

Quiero volver sobre la carga de algo que a mi humilde parecer es sumamente importante: ¿Cómo poder ser de verdad lo que suponemos ser? Si hay algo difícil para los seres humanos es tener una opinión centrada, o aun realista, acerca de sí mismos, y todos tenemos muy interiormente una queja que habla de que la gente con la que nos relacionamos no ha llegado a descubrir nuestro verdadero potencial, y finalmente, estamos como que sub-utilizados o menospreciados en lo que realmente somos.

Sin embargo, para que la gente pueda saber lo que somos, es necesario que traslademos a la realidad nuestras supuestas capacidades ocultas. El mismo Salomón en los proverbios decía: “Muchos hombres hay que proclaman cada uno su propia bondad, pero hombre de verdad, ¿quién lo hallará?” (Prov.20:6). Deberíamos aprender que la proclamación de nuestras virtudes nunca debe salir de nuestros labios, sino que deben ser, más bien, la expresión de aprobación de otros al observar nuestros supuestos logros. Justamente, cuando la reina de Sabá visitó a Salomón quedó impresionada por la sabiduría del rey en hechos concretos que no eran simplemente la adulación de Salomón hacia sí mismo: “Cuando la reina de Sabá vio la sabiduría de Salomón, la casa que él había edificado, los manjares de su mesa, las habitaciones de sus siervos, el porte de sus ministros y sus vestiduras, sus coperos y sus vestiduras, y la escalinata por la cual él subía a la casa del Señor, se quedó asombrada” (2 Cro. 9:3-4).

 “Yo soy un excelente profesional… pero he sido incomprendido en los últimos cuatro trabajos de los que me despidieron… y es tanta mi genialidad que por eso estoy sin trabajo… no hay empresa que me merezca”. Esta es una larga frase que he escuchado en mil oportunidades cuando algunos tratan de darme a entender cuán lejos puede llegar a estar el dicho del hecho. No hay duda que una persona que reflexiona así tiene que estar sufriendo mucho por dentro. Se siente capaz en su mundo interior pero despreciado en el exterior. Ha cubierto con un manto de aprobación subjetiva lo que en la realidad dura e inquebrantable es incapaz de alcanzar de forma pública y evidente. Finalmente, la soberbia se convierte en el paliativo que le permitirá vivir sin darse cuenta de su propia realidad y terminará viviendo un sueño que ya no necesita alcanzar en la vida real.

Ni siquiera nuestro Señor Jesucristo se eximió de la necesidad de probar con hechos la majestad de su persona. Cuando Juan el Bautista estuvo preso, mandó unos emisarios para preguntarle a Jesús: “¿Eres Tú el que ha de venir, o esperaremos a otro?” (Mt. 11:3). Jesús no se ofende con la pregunta porque ella no tiene nada de ofensiva o aun de incrédula. Muchos nos ofendemos cuando parece que se cuestionan nuestras capacidades o se pone a prueba nuestras destrezas. Sin embargo, Jesús contesta con toda soltura: “Vayan y cuenten a Juan lo que oyen y ven: los ciegos reciben la vista y los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos son resucitados y a los pobres se les anuncia el evangelio…” (Mt. 11:4,5). Mientras podamos corroborar con hechos reales nuestras potencialidades interiores nunca habrá nada de que asustarse. Podríamos decir que del dicho al hecho, ya no hay trecho.

Todos nosotros somos como grandes árboles configurados para dar grandes y buenos frutos. Ningún manzano se conformará únicamente con dar sombra o “saber” que puede dar fruto. Sólo cumplirá el propósito por el que fue creado cuando entregue los frutos que demuestran objetivamente su naturaleza. Así es también la vida del ser humano; sólo por sus hechos se conocerá su verdadero potencial. Así lo dijo Jesucristo: “O hagan ustedes bueno el árbol y bueno su fruto, o hagan malo el árbol y malo su fruto; porque por el fruto se conoce el árbol” (Mt. 12:33). Y hay que ser claro en señalar que no se trata de sobresalir siendo diferente a lo que soy, sino que el fruto será el resultado, no de lo que digo ser, sino de lo que realmente soy.

Ningún manzano da su fruto inmediatamente después de plantado. Primero debe tener la naturaleza de manzano. En términos cristianos, solo los que han sido salvados y regenerados podrán dar fruto espiritual. Sin nuevo nacimiento, no hay fruto en el Espíritu. Con esa vida producida por Dios, es que el tronco tendrá que robustecerse, las raíces deben extenderse por el suelo y el cuidadoso trabajo de un prolijo jardinero hará el resto. Podar, limpiar, abonar y regar, serán tareas que día con día preparan al manzano para poder cumplir con su tarea. Así también los hombres y las mujeres cristianos, deberán ir madurando para prepararse a dar fruto, pero deberán saber también que nunca darán fruto por sí solos. Siempre habrá gente a su alrededor que colaborarán con él para lograrlo: primero el Señor y su Palabra, luego sus padres, familiares, amigos, maestros, condiscípulos y hermanos en Cristo pondrán de su parte para que se logre el objetivo: hacer germinar de forma evidente lo que el Señor ha producido en el interior.

¿Quieres saber quién eres en realidad? Descúbrete a través de los hechos que prueben tu naturaleza, pero, de forma esencial, prueben que has sido redimido en Cristo y que estás creciendo en Él, a través de sus medios de gracia, para que llegues a dar el fruto que estuvo en el corazón de Dios para que tu vida sea de provecho y le de la Gloria al Señor, el agricultor celestial por excelencia.

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