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Ezequiel 34-36 y Hebreos 12-13

“…Y cuando yo haga pedazos su yugo y los libere de sus tiranos, entonces sabrán que yo soy el SEÑOR” (Ezequiel 34:27b).

Recuerdo la noticia como si fuera ayer. Un avión Antonov de carga aterrizó en el aeropuerto de Miami a las 10:38 de la mañana. La información no tendría nada de nuevo, si no fuera porque era un avión cubano con cuatro hombres, tres mujeres y una pequeña de solo dos años que habían salido buscando una vida distinta en los Estados Unidos. Cuando descendieron del avión fueron rodeados por las fuerzas policiales e interrogados por más de seis horas. Luego fueron entregados a sus familiares y amigos.

Esa noticia la recuerdo bien porque la contrasté con otra parecida en términos del drama humano, pero con un desenlace totalmente distinto. Más de 200 haitianos semanas atrás habían llegado en un barco a las costas de Miami. Ellos fueron detenidos y deportados de regreso al país de donde había salido. ¿Por qué la diferencia? Bajo la “Cuban Adjustment Act” de 1966 (ahora ya cancelada), los cubanos que pisaban tierra americana por aire o por mar son inmediatamente admitidos oficialmente dentro del país, y luego de un año podían optar por la residencia permanente. Los haitianos, en cambio, no gozan del mismo privilegio.

Recuerdo que estos dos acontecimientos propiciaron en esos días una profunda discusión política con respecto a este tipo de discriminación y las injusticias que traen consigo. Es como la discusión que se está teniendo hoy en día con respecto a la inmensa cantidad de migrantes de América Central que están buscando entrar a los Estados Unidos. Entre las respuestas que dio el gobierno en esos momentos estaba el hecho de que ellos tienen la potestad de disponer sus políticas migratorias de acuerdo con los intereses del país y también a su visión geopolítica mundial. En pocas palabras: “A caballo regalado, nadie le mira el diente”.

En el reino de las promesas no hay patrón que valga. Ya los poetas y los cantantes de moda nos han recordado hasta la saciedad que los seres humanos no somos muy pegados a hacer valer nuestras ofertas. Y digo ofertas porque las promesas se han convertido en casi los productos que por falta de clientes rematamos como grandes “ofertas” en las tiendas de liquidación del alma. Está tan alicaída la reputación de las promesas que ya no se le cree ni a los novios enamorados en el altar… y por supuesto mucho menos a los políticos cuando están en plena danza electoral. ¿Qué podemos decir de Dios? ¿Cuál es el gran ofrecimiento que le tiene a los seres humanos? He hecho esta pregunta a muchos, y las respuestas son tan diferentes como el número de personas preguntadas. Dejemos de decir “supongo que…” y vayamos a la Escritura para ver con claridad lo que Él mismo ofrece como promesa.

Es toda una bendición el saber que el Señor se encargará de buscarnos.

Una de las primeras cosas que Dios nos ofrece (y lo hace sin demora y sin mayores trámites) es buscarnos y encontrarnos, y esto sin importar el hoyo profundo en que nos encontremos. Mucha gente se jacta de sus propias búsquedas de lo divino o espiritual, pero para nosotros como cristianos es Dios quien con insistencia va a donde estemos para ofrecernos su presencia como única morada segura. La verdad es que la Biblia también señala con claridad que nacimos con ceguera espiritual y que nuestra brújula para encontrar a Dios está dañada de forma irremediable. Por eso, “Así dice el SEÑOR omnipotente: Yo mismo me encargaré de buscar y de cuidar mi rebaño. Como un pastor que cuida de sus ovejas cuando están dispersas, así me ocuparé de mis ovejas y las rescataré de todos los lugares donde, en un día oscuro y de nubarrones, se hayan dispersado” (Ez. 34:11,12 NVI) . Es toda una bendición el saber que el Señor se encargará de buscarnos, porque la verdad es que estamos tan confundidos y confundiéndonos mutuamente, que es realmente imposible que alguien encuentre a Dios por sus propios medios.

Lo segundo que Dios promete hacer con nosotros es efectuar un profundo proceso de reparación y liberación personal. Bueno, si Él nos buscó y nos encontró, de seguro que no es para dejarnos iguales a como estábamos. ¡Imaginen cómo nos encontrará luego de deambular por el mundo sin esperanza! Por eso, tampoco creo que la bendición prometida de Dios sea simplemente cambiarnos los hábitos, como por ejemplo: “Ahora que encontré a Dios, de todas maneras y sin falta voy a la iglesia”. Tampoco se trata solo de despertar en el corazón cierta sintonía espiritual dormida, sino, más bien, se trata de que Dios nos dé el poder para escuchar y entender el diagnóstico de Dios a nuestra alicaída espiritualidad, y ver como Él puede ser capaz de darle un vuelco sanador a toda nuestra existencia. Sería como escuchar al especialista dándonos la explicación de nuestro mal, para luego informarnos cómo lo resolverá. 

El texto del encabezado es muy claro al hablar que la prueba de un encuentro personal con Dios es la liberación. Solo nuestro Señor puede romper y desatar los nudos muy apretados que durante una vida entera han estado impidiendo nuestra libertad. Estos pueden ser llamados de mil maneras: malos hábitos, un carácter desproporcionado, un corazón oscuro e inmoral, vicios, materialismo, pena, enfermo de redes sociales, angustia, y tantos otros “nudos” que nos mantienen esclavizados a un estilo de vida que no nos proporciona la paz que tanto anhelamos. Dios mismo señala que sabremos quién es Él cuando hayamos experimentado su poder sanador y liberador en nuestras vidas.

Dios señala que sabremos quién es Él cuando hayamos experimentado su poder sanador y liberador en nuestras vidas.

Es por eso que solo podré percibir su presencia cuando, de manera milagrosa, el Señor le haya devuelto a mi corazón la sensibilidad espiritual perdida a través de un delicado y divino transplante espiritual. “Les daré un nuevo corazón, y les infundiré un espíritu nuevo; les quitaré ese corazón de piedra que ahora tienen, y les pondré un corazón de carne” (Ez. 36:26 NVI). Yo creo que si a mí me hicieran un trasplante de corazón, mi vida estaría dividida en antes y después de la operación. El cambio de corazón no es como un cambio que se produce por una cirugía estética o la extracción de una muela. Es un asunto de vida o muerte. Tampoco se trata de sacarme el corazón enfermo para ponerme otro en igual de condiciones. Por el contrario, se trata de que ese nuevo corazón sea poderoso, inmortal, inclinado a Dios. En otras palabras, se trata de recibir el mismísimo corazón vital de nuestro Señor Jesucristo resucitado. Aquel que dio su vida por nosotros y la recuperó para que nosotros vivamos con Él y por Él. 

Entrar al quirófano divino es lo que nosotros los cristianos llamamos “conversión”. Es el momento en que reconocemos que no podemos seguir viviendo como vivimos y que tampoco tenemos la fuerza para cambiar el rumbo. Es aceptar que estamos ya muertos y listos solo para ser enterrados y olvidados. Es en ese arrepentimiento cuando nos entregamos a Él para que con su poder, inteligencia, y destreza nos entregue un nuevo corazón.

Recuerdo claramente el día de mi operación cardioespiritual: 01 de julio de 1980. ¿Sabes por qué lo recuerdo? No solo porque me sentí perdonado y porque tuve la vitalidad espiritual que solo un nuevo corazón puede brindar, sino porque, por primera vez, pude tener una verdadera sensibilidad de la presencia de Dios. No se trataba de esa sensación subjetiva y nebulosa de lo espiritual (que todos los hombres y mujeres podrían tener en algún momento de sus vidas), sino la percepción de un Dios personal al que podía sentir, pero sobretodo empezar a entender. Allí radica la grandeza de la tremenda promesa de nuestro Dios grandioso: “Infundiré mi Espíritu en ustedes, y haré que sigan mis preceptos y obedezcan mis leyes” (Ez. 36:27 NVI). No estoy solo y sujeto a mis nuevos pensamientos o a los de algún otro ser humano. Más bien, es el mismísimo Señor quien se encargará de dirigirnos en esta nueva etapa de nuestras vidas para evitar que nos dañemos una vez más.

Nuestro Dios recibe gloria y manifiesta su gloria a través del milagro del cambio que ha propiciado en nuestra vida.

Precisamente, una tercera cosa maravillosa prometida es que Dios se preocupará por mantenerte alejado de todo lo que te haría daño. Mucha gente se dice cristiana, pero sigue con un corazón tan endurecido, que no se da cuenta del daño que sus actos y pensamientos les producen. La pericia de un buen médico se demuestra en que la operación que realiza le permite al paciente realizar tareas que antes no podía debido a su condición enferma. Es así que una persona sana, viviendo una vida distinta, es la mejor gloria que un cirujano puede recibir. Nuestro Dios recibe gloria y manifiesta su gloria a través del milagro del cambio que ha propiciado en nuestra vida, y Él se preocupará por mantenerte alejado de todo lo que te perjudique o dañe su nueva creación. Así lo decía Ezequiel por encargo de Dios mismo, “Vivirán en la tierra que les di a sus antepasados, y ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios” (v. 36:28 NVI).

¿Cómo ha prometido Dios que se ocupará Dios de nosotros? ¿Será como el trato de un médico que nos hará un chequeo semanal, mensual o anual hasta darnos de alta? ¿Quizás como un sacerdote que nos esperará en la puerta del templo cada día domingo? Dios no nos tratará como pacientes o feligreses, sino como a hijos. Por tanto, parte de la promesa de su amor será también ponernos en “vereda” y darnos unos cuantos “estatequieto” llenos de amor, como decía mi abuelita. Por eso, al autor de la carta a los hebreos, le toca recordarnos que parte de su promesa es corregirnos por nuestro bien: “Y ya han olvidado por completo las palabras de aliento que como a hijos se les dirige: ‘Hijo mío, no tomes a la ligera la disciplina del Señor ni te desanimes cuando te reprenda, porque el Señor disciplina a los que ama, y azota a todo el que recibe por hijo’” (Heb. 12:5-6 NVI).

Es posible que algunos entiendan esto como la “letra chica” de las promesas de Dios porque a nadie le gusta que lo disciplinen. Sin embargo, el deseo de Dios no es humillarnos o causarnos heridas. Por el contrario, el autor de hebreos aclara este punto diciendo, “Ciertamente, ninguna disciplina, en el momento de recibirla, parece agradable, sino más bien penosa; sin embargo, después produce una cosecha de justicia y paz para quienes han sido entrenados por ella” (Heb. 12:11 NVI). ¿Entrenamiento? Es interesante, entonces, que el Señor vea la disciplina no como castigo, sino como la oportunidad de adiestrarnos para ser mejores. Definitivamente, la disciplina que viene de Dios es también parte de su bendición y sus promesas.

La disciplina que viene de Dios es también parte de su bendición y sus promesas.

Todo hasta aquí es maravilloso. Pero lo más maravilloso es que Dios está tan comprometido con nosotros, que hasta ha prometido que hará en nosotros lo que tenemos que hacer. Leamos pausadamente y con detenimiento este pasaje de la Biblia: “El Dios que da la paz… Que Él los capacite en todo lo bueno para hacer su voluntad. Y que, por medio de Jesucristo, Dios cumpla en nosotros lo que le agrada. A Él sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Heb. 13:21 NVI).

La religión nos ha hecho creer que a Dios solo bastan las confesiones, los golpes de pecho, y las letanías rituales para estar bien con Él. El problema es que mientras más golpes le demos al corazón, más grande es el callo que se forma alrededor. El golpearme el pecho me hace recordar al paramédico que está tratando de sacar a la víctima de un corazón infartado que está a punto de pararse para siempre. Es verdad, tenemos un corazón infartado sin Cristo, pero no necesito golpes para reanimarlo. Lo que necesito es el poder de Dios para recibir un nuevo corazón.

La fe cristiana nos enseña que podemos remontar las alturas porque Dios está de nuestra parte. Jesús fue a la cruz para morir por nuestros pecados y nuestro corazón endurecido. Resucitó de entre los muertos con un poder tan grande y descomunal para que usemos ese mismo poder para vivir vidas cambiadas. Él no espera simplemente vernos hacer cosas buenas desde la lejanía de su altar; Él desea vivir con nosotros y hacer en nosotros (con su poder) lo que humanamente estaríamos incapacitados de hacer. 

Una vez más. Todo eso tiene un solo comienzo: la conversión. Solo cuando aceptamos el diagnóstico de Dios, reconociendo nuestros errores, y aceptamos que Jesús fue a la cruz para pagar por nuestras culpas, entonces Dios hará su obra en nosotros. Así que, ¿cuál es tu fecha de entrada al quirófano espiritual? Si no la tienes, puede ser hoy mismo. Solo basta que pidas perdón por tus faltas y reconozcas como tuyo el sacrificio que Jesucristo hizo en la cruz del calvario hace más de dos milenios. 

Si eres cristiano renacido por Dios y estás perdiendo sensibilidad y poder espiritual, te invito a seguir el consejo de la Escritura: “… despojémonos del lastre que nos estorba, en especial del pecado que nos asedia, y corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante. Fijemos la mirada en Jesús, el iniciador y perfeccionador de nuestra fe…” (Heb. 12:1-2 NVI). Si estás dejando que haya actos y actitudes en tu vida que son parte de tu viejo corazón, no esperes paz de Dios. Si hay cargas que no estás tomándolas con las fuerzas de Dios, eso es incredulidad. Si no miras a Jesús, pierdes el horizonte. El cristianismo solo es útil cuando hay un compromiso real con el Cristo prometido. Sin compromiso y reconocimiento de lo que Dios ha prometido y lo que nos demanda, el cristianismo es solo un escondrijo para los débiles.


Imagen: Lightstock.
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