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Antes de la caída de Adán y Eva y la entrada del pecado, las emociones negativas no existían porque el mundo creado en perfección funcionaba como debía.

Dios había advertido a Adán y Eva que no comieran del árbol del conocimiento del bien y del mal para que no murieran. Por lo tanto, el mal era algo que ellos no podían conocer porque hasta ese punto no existía en la creación.

La serpiente, por otro lado, les dijo una mentira mezclada con verdad, y ellos eligieron creerle a la serpiente en lugar de a su Creador. La mentira era que no morirían, pero la verdad era que conocerían el bien y el mal. Aunque la serpiente lo presentó como algo bueno —“serán como Dios”—, la realidad era muy diferente.

Ellos conocían el bien. Sin embargo, ahora conocerían el mal, porque con la desobediencia, el mal entró en el mundo. Con la Caída, el corazón pasó de puro a engañoso (Jer. 17:9), y la mente se entenebreció (Ef. 4:18). Y desde entonces todos vivimos en un mundo de dolor y lleno de emociones negativas. El egoísmo y el orgullo ya son parte de nuestro ser caído, pero Dios, en su misericordia, nos dio la morada del Espíritu Santo, y con su guía podemos luchar contra nuestra naturaleza para tener un corazón limpio.

Esclavas de la ofensa

Cuando la vida no ocurre como uno quiere, la reacción natural es el enojo, y el rencor ocurre cuando esta emoción no se domina. Este rencor produce que los pensamientos de la ofensa regresen una y otra vez, y uno se convierte en una esclava de la ofensa y el ofensor. Es un sentir profundo de incomodidad y mala voluntad hacia la persona que causó el dolor, con deseos de que Dios haga justicia, y que él o ella pague el precio por su maldad.  

En algunos, este deseo es tan fuerte que en vez de esperar en Dios, en su mente se conviertan en jueces. Entonces cometen acciones pecaminosas contra el ofensor con un sentido de venganza. En otras personas la maldad se demuestra de manera pasiva, con un deseo de evitar la presencia del ofensor y buscar razones para criticarlo. Es interesante que uno puede olvidarse de la ofensa mientras el resentimiento persiste, y esto puede ocurrir por años.

Cuando esta emoción no está destruida, la persona puede desenfocarse y convertirse en una persona cínica no solamente contra el ofensor, sino que además la vida se contamina al perder la confianza en las personas alrededor, incluso en Dios.  

Noemí, la suegra de Rut, es un ejemplo. Fue una mujer creyente que con la pérdida de su esposo y dos hijos, y con la necesidad de regresar a su tierra en condiciones pésimas, quería cambiar su nombre a Mara, “porque el trato del Todopoderoso me ha llenado de amargura” (Rut 1:20). Y entonces, cuando nos encontramos en esta situación ¿que debemos hacer?

¿Qué hacemos frente al rencor?

Antes de hablar de lo que necesitamos hacer, quiero resaltar enfáticamente que todo lo que hagamos necesita ser bañado en oración en todo momento, antes, durante, y después de enfrentar el problema. Pídele al Señor su guía, que el Espíritu Santo te ayude a ver el problema que existe, cuál es la raíz que hay en tu corazón que hace que el dolor persista, y aun cuál es la debilidad que el ofensor tiene, para orar bíblicamente por él.

Ahora bien, después de tener la oración como prioridad, hay algunas cosas que podemos hacer:

1. Reconoce tu rencor. Esta es una emoción que, cuando persiste y no la dominamos, va produciendo una brecha en nuestra relación con Dios. No hay manera en la que podamos enfrentar un pecado que no reconocemos en nuestra vida.

2. Admítelo. Aunque pareciera que todo comenzó con una herida producida por otro, necesitamos como cristianas presentarnos ante Dios y pedir perdón por nuestro pecado. Sin importar la ofensa, nosotras somos responsables por nuestra reacción hacia ella. Por eso el Señor nos advierte: “Enójense, pero no pequen; no se ponga el sol sobre su enojo” (Ef. 4:26).

Sin importar la ofensa, nosotras somos responsables por nuestra reacción hacia a ella.

3. Perdona. Mientras no perdonamos, el veneno sigue en nuestro corazón y el dolor persiste. Por eso el versículo que sigue en Efesios es el 4:27: “ni den oportunidad al diablo”. Cuando no perdonamos estamos voluntariamente dándole permiso a Satanás para que siga acosándonos, y de esta manera los pensamientos persisten. Si nos encontramos estancadas, busquemos la ayuda de otra mujer madura en la fe. Como enseña Proverbios 11:14: “En la abundancia de consejeros está la victoria”.

4. Ora por el ofensor. Aunque este no sea tu deseo natural, hazlo en obediencia a Cristo. Filipenses 4:13 nos asegura que podemos hacerlo porque Cristo nos fortalece. Aun si no vemos cambios en el ofensor, Dios cambiará nuestro corazón a través de la obediencia.

5. Cambia tu trato. Resiste el deseo de chismear para causar daño. Cristo nos ha dicho:  “Pero yo les digo: amen a sus enemigos y oren por los que los persiguen” (Mt. 5:44). Dios no se equivoca. Aunque no nos sintamos capaces, Él es capaz de hacerlo en nosotras.

Somos nuevas criaturas en Cristo (2 Co. 5:17). Cada vez que los pensamientos regresen, llévalos cautivos (2 Co. 10:5) y reemplazalos con soluciones al problema, o utilízalos como un recordatorio para orar por esta persona.

Es a través de los mismos problemas, dolores, heridas, y fracasos que aprendemos desarrollar el fruto del Espíritu.

Todo bajo Su plan

Aunque lo que te haya ocurrido fue pecaminoso, no estaba fuera de la voluntad de Dios, porque todo está bajo su control. ¿Será posible aprender a amar a un enemigo si nunca hemos tenido uno? La respuesta es obvia. Nuestro Dios es tan sabio y tan poderoso que utiliza todo lo que nos ocurre para nuestro bien (Ro. 8:28). Es a través de los mismos problemas, dolores, heridas, y fracasos que aprendemos desarrollar el fruto del Espíritu (Gál. 5:22-23).

Y finalmente recordemos: “Bienaventurados los de limpio corazón, pues ellos verán a Dios” (Mt. 5:8). Mientras aprendemos a dominar y destruir nuestra naturaleza pecaminosa, Él nos asegura que un día lo veremos a Él como Él es. ¡Qué gloriosa esperanza!


Imagen: Lightstock.
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