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Ezequiel 17-19, Filemón, y Hebreos 1

“Y todos los árboles del campo sabrán que yo soy el SEÑOR. Al árbol grande lo corto, y al pequeño lo hago crecer. Al árbol verde lo seco, y al seco, lo hago florecer. Yo, el SEÑOR, lo he dicho, y lo cumpliré”
(Ezequiel 17:24 NVI).

Galileo escribió en 1615 una carta a la Duquesa Cristina de Toscana en la que defiende sus conceptos acerca de la rotación de la tierra alrededor del sol. Para algunos, esta carta es el presagio de la separación entre la ciencia y la fe, considerando que a partir del siglo XVII se abre una profunda brecha entre la razón espiritual y la razón científica.

Con una acritud muy característica, Galileo afirmaba que se le estaba persiguiendo y juzgando sin razón, señalando herejías que en realidad no existían. En uno de sus párrafos podemos leer: “Cayendo en la cuenta de que si me combaten tan solo en el terreno filosófico les resultará dificultoso confundirme, se han lanzado a escudar su razonamiento erróneo tras la cobertura de una religión fingida y la autoridad de las Sagradas Escrituras, aplicándolas con escasa inteligencia a la refutación de argumentos que no han comprendido”.

Aunque Galileo nunca renunció públicamente a su creencia en las Escrituras, lo que sí hizo fue fustigar a los supuestos defensores de la Biblia que trataban de generar un conflicto en donde, en realidad, no existía. Él creía que se estaban utilizando de forma antojadiza pasajes de las Escrituras para obligar a defender como verdaderas algunas opiniones que van en contra de la ciencia, lo que significaba anular la posibilidad de toda ciencia y del mismo espíritu científico.

Lamentablemente, la brecha que se abrió entre la ciencia y la fe desde aquellos lejanos tiempos perdura hasta nuestros días. Blaise Pascal, un reconocido científico, filósofo, y hombre de fe, llegó a afirmar algunos años después de Galileo: “El corazón tiene sus razones que son desconocidas de la razón… Es el corazón el que sabe de Dios, no la razón. Esto es, la fe: Dios percibido intuitivamente por el corazón, no por la razón”. En la otra esquina, John Locke aseguraba con mayor énfasis: “La razón debe ser nuestro último juez y guía en todas las cosas”. Algunos siglos después, estas disputas han seguido abriendo una tremenda brecha que nos han hecho llegar a tremendas conclusiones, como las ideas de la muerte de Dios de Nietzsche o la idea del Dios ausente, expulsado del universo después de dejar las cosas funcionando, que postulan tantos otros filósofos contemporáneos.

Una correcta observación del cristianismo nos da una visión protagónica de nuestro Dios en Jesucristo.

Esa gran diferencia entre “lo que pienso” y “lo que creo” o “yo siento” ha originado una gran división entre nuestra fe y nuestros actos, nuestras creencias y nuestras certezas con respecto a la vida y la forma de vivirla. Hace unos años se hizo una encuesta en Europa para evaluar si la gente todavía creía en Dios. Para sorpresa de muchos, una gran mayoría dijo que sí. Luego les preguntaron si creían que Dios podía cambiar el curso de las cosas, a lo que los mismos creyentes respondieron: “Eso es imposible… nosotros solo creemos en Dios”. Al parecer, el término “Dios” se ha convertido en algo así como un “efecto placebo” que sin virtud alguna, sin palabras, sin existencia, y sin voluntad, es capaz de generar ciertos cambios placenteros en los seres humanos solo por medio de su propia sugestión.

Creo que tanto los detractores de Dios como sus defensores se han olvidado de algo sumamente importante: Dios es soberano y no necesita ningún tipo de defensores, ni abogados, y menos aún mediadores o facilitadores. Por eso quiero seguir proclamando al Dios vivo y protagonista de la historia, quien se ha revelado a sí mismo de manera poderosa y eterna en su Palabra. Su grandeza y nuestra pequeñez nos hace pensar que Él permanece inmóvil y aún más, ausente de nuestro devenir, pero esto no es cierto. Nuestra soberbia nos ha hecho creer que nos basta 30 o 40 años de observación madura personal, solo unos pocos milenios de civilización humana, o algunos siglos de desarrollo científico, como para poder entender el universo y la eternidad.

El pasaje que hemos usado para nuestra reflexión nos dice metafóricamente que el estado existente de las cosas puede ser rápidamente dado vuelta por el Señor. Durante siglos, hombres y pueblos, sistemas políticos y económicos, se han impuesto y han tenido su “minuto” de gloria. Hoy todos ellos solo han dejado monumentos y recuerdos inofensivos en la memoria e historia de los pueblos. Ahora, son nuevos hombres, mujeres, y pueblos, nuevos sistemas políticos y económicos, los que están tratando de convencer una vez más a las nuevas generaciones acerca de las virtudes eternas de sus enunciados. Pero como todas las cosas, pronto pasarán y serán solo historia de un pasado inocuo al nuevo presente.

Jesús irrumpió en la historia y nos ha demostrado hasta la saciedad que no fue un hombre cualquiera, sino Dios hecho hombre.

Una correcta observación del cristianismo nos da una visión protagónica de nuestro Dios en Jesucristo, el Verbo Encarnado. Este Jesús irrumpió en la historia y nos ha demostrado hasta la saciedad que no fue un hombre cualquiera, sino Dios hecho hombre. Ante nuestra miopía para alcanzar al Creador, Dios decidió darse a conocer. Ante nuestra imposibilidad de ir a Él, el mismo Señor decidió venir a nosotros. Ante nuestra imposibilidad de poder saber como Él es, nuestro Dios decidió revelarse por completo. Primero lo hizo a través de siglos de testimonios a través de sus profetas y la historia de su pueblo, Israel. Luego, a través de la encarnación de su propio Hijo Jesucristo.

Nuestro Señor Jesucristo no se proclamó como uno más de los rabinos de su tiempo; Él se manifestó como verdadero Dios. En la carta a los Hebreos se escribe: “Dios, que muchas veces y de varias maneras habló a nuestros antepasados en otras épocas por medio de los profetas, en estos días finales nos ha hablado por medio de su Hijo. A éste lo designó heredero de todo, y por medio de él hizo el universo. El Hijo es el resplandor de la gloria de Dios, la fiel imagen de lo que él es, y el que sostiene todas las cosas con su palabra poderosa…” (Heb.1:1-3 NVI).

El universo cobra sentido en Jesucristo, y solo a través de Él podemos confiar en su subsistencia y mantenimiento.

¿Puedes tomarle el peso a estas palabras? El universo cobra sentido en Jesucristo, y solo a través de Él podemos confiar en su subsistencia y mantenimiento. Basta este pasaje para mostrarnos que Jesús es superior a cualquier otro maestro de religión, o a un “placebo divino” de esos que tanto se difunden por el mundo entero hoy. Si el Señor sostiene en sus manos el universo, entonces, ¿dónde queda el problema de la fe y la razón?

Jesucristo no es solo un conjunto ordenado de conceptos, sino una persona. Por eso la razón no es suficiente para entender sus pensamientos, sino que es necesario también el corazón para poder percibir su corazón a través de una relación personal con la verdad encarnada. Él nos habla y necesitamos entender lo que dice, por eso necesitamos la razón para digerir su mensaje. Lo hermoso es que lo que tiene que decirnos va también sensibilizando nuestro corazón con su ternura. Como es Dios, muchas veces su grandeza dejará perpleja a mi razón y hará palpitar emocionado mi corazón hasta casi hacerlo desfallecer. En cambio, en otras oportunidades habrá momentos en que mi razón pasará largas horas ocupada en uno de los pliegues de su sabiduría, mientras el corazón aquietado no tendrá otra competencia al respecto más que bombearle suficiente sangre al cerebro para que siga en sus ocupaciones. En fin, la fe y la razón son compañeras que nos ayudan a conocer a nuestro gran Creador, Señor, y Padre.

No pensemos que el status quo imperante es eterno y que el supuesto pleito entre fe y razón es inevitable. Al final de los tiempos, nuestro Señor prevalecerá sobre todas las cosas: “En el principio, oh Señor, tú afirmaste la tierra, y los cielos son la obra de tus manos. Ellos perecerán, pero tú permaneces para siempre. Todos ellos se desgastarán como un vestido… pero tú eres el mismo, y tus años no tienen fin” (Heb. 1:10-12b). No te quedes pegado al status quo; busca el “status Deo” y ama al Señor con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El resto, déjaselo al Señor.


Imagen: Lightstock.
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