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Nota del editor: 

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Hace un par de años mi esposa y yo decidimos comprarle a nuestra hija Natanya su primer horno. Es para niños, pero funciona con electricidad y hornea como un horno convencional. Nuestra hija cumplía años y nos había expresado su interés en cocinar y, más específicamente, concentrarse en la repostería: el arte de convertir el azúcar en tentaciones emocionantes. Así que le obsequiamos este horno que no esperó mucho tiempo para usar por primera vez.

Natanya decidió preparar un delicioso pastel de chocolate para estrenarse como «chef». Diligentemente mezcló los ingredientes. Agregó azúcar, vainilla, chispas de chocolate y, cuidadosamente, colocó su creación dentro del molde. Fuera del molde, la débil masa se movía por todos lados. No tenía ni forma ni sabor de pastel. No lucía atractiva o tentadora. Tampoco llevaba la imagen de pastel que ya estoy acostumbrado a ver en los anaqueles de las tiendas de postres. Era simple masa: pegajosa, grasosa, suave y sin forma. Pero todo cambió una vez puesta dentro del molde y del horno. Mi hija estaba fascinada con «la magia del horno».

Unos minutos más tarde, teníamos un pastel frente a nosotros. La forma e imagen de la masa se convirtió en la forma e imagen del molde en el que fue puesto. 

Creados a imagen de Dios

La Biblia es la historia de quién es Dios y cuál es su plan de redención a través de Jesús y su reino. Es una historia que, de principio a fin, desarrolla una narrativa lógica y bien estructurada. La historia del Rey y su reino comienza con una característica fundacional: el Rey es también el Creador de todo y de todos. «En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (Gn 1:1). El Rey creativo creó todo lo que vemos, y hasta lo que no vemos, según su voluntad, pero no según su propia imagen. Aunque el reino animal y vegetal fue hecho por Dios, la imagen de Dios no fue impregnada en dichas creaciones. Esto cambió con la creación del ser humano. Dios tomó polvo y lo impregnó con aliento de vida (Gn 2:7). La forma e imagen del polvo se convirtió en la forma e imagen de Dios (Gn 1:27).

Pero ¿qué quiere decir la frase «imagen y semejanza»? La palabra «imagen», o tselem en el idioma original, nos habla de un «parecido a Dios». Su raíz viene del verbo «sombrear», dar la sombra de la figura de algo más. Así como la sombra de un gran edificio es la figura del mismo edificio, así también la humanidad es la sombra de Dios. La palabra «semejanza» denota lo mismo y conlleva la idea de «modelar o replicar» algo más.

​​Es gracias a Cristo que podemos recuperar nuestro diseño original y entonces reflejar su imagen en nuestras comunidades

Desde luego, esto no quiere decir que Dios tiene brazos o piernas como nosotros. No somos «imagen y semejanza» de Dios en ese plano corporal. Pero a diferencia del reino animal y vegetal, tenemos un alma eterna con la habilidad de someterse a la autoriadad del Rey de una manera que nadie o nada más puede. No solo esto, sino que al igual que la Santa Trinidad cohabita en perfecto amor, así también el ser humano fue creado para reflejar la misma clase de amor hacia su Creador y todo lo creado. Por eso Dios nos diseñó con intelecto y habilidades cognitivas que nadie más tiene. Nuestras emociones y sentimientos fueron instalados en nuestro diseño original para activarse plenamente cuando le amamos a Él.

La caída del hombre 

Tristemente, el ser humano se rebeló contra su Creador (Gn 3), renunciando así al reino de Dios para formar su propio reino: uno caído, fracturado y destruyéndose a sí mismo. Bajo esta terrible condición, el ser humano es incapaz de amar plenamente a Dios y a otros seres humanos.

El mejor ejemplo de esto lo tenemos en Caín y Abel (Gn 4:1–8). Caín es el ícono del ser humano apartado de Dios, incapaz de amar a Dios y a otros seres humanos. Su corazón entintado de oscuro pecado provocó que se «enojara» con Dios y su propio hermano. Tal fue su enojo, que Caín invitó a su hermano a salir al campo para luego matarlo (Gn 4:8). El ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios, pero ya no podría actuar más como la imagen y semejanza de Dios. Ahora, bien impregnada en su corazón, está una naturaleza pecaminosa que lo persigue todos los días.

A pesar de esto, el ser humano conserva el sentido de moralidad porque puede reconocer entre el bien y el mal. Un niño pequeño sabe cuándo desobedeció a sus padres y, por ejemplo, el hombre o la mujer sabe dentro de sí que cometer adulterio es incorrecto. Fuimos creados a imagen de Dios y una característica elemental del ser humano es que podemos pensar en términos morales. Sin embargo, pensar en términos morales no es lo mismo que actuar bajo ellos. En otras palabras, podemos identificar entre el bien y el mal, pero no podemos hacer siempre lo que es bueno y rechazar lo que es malo, a pesar de que entendamos las diferencias básicas entre lo uno y lo otro.

En Cristo, ahora podemos amar como Él nos ha amado y expandir el reino de Dios a través de la predicación del evangelio

Aquí es donde el evangelio restaura nuestro diseño.

Restaurados en el evangelio

El apóstol Pablo escribió que Dios «nos libró del dominio de las tinieblas y nos trasladó al reino de Su Hijo amado, en quien tenemos redención: el perdón de los pecados» (Col 1:13). El evangelio trata del rescate de todo aquel que se arrepienta de sus pecados y crea en Jesús como Rey y Señor (Jn 3:16; Ro 10:9). Una vez rescatados, somos transformados en una «nueva criatura» en Cristo (2 Co 5:17). Es un renacer que nos permite ver el reino de Dios y que toma lugar gracias a Dios, no a nosotros (Jn 3:3, 8).  

Como nuevas criaturas en Cristo, de nuevo podemos vivir conforme al propósito de ser la imagen de Dios en la tierra. Debemos andar como Él anduvo e imitar a Dios en todo lo que hacemos (1 Jn 2:6; 1 Co 11:1). En Cristo, ahora podemos amar como Él nos ha amado y expandir el reino de Dios a través de la predicación del evangelio (Ef 5:25; Mt 28:19-20). Es gracias a Cristo que podemos recuperar nuestro diseño original y entonces reflejar su imagen en nuestras comunidades. Alimentamos al pobre, arropamos al huérfano, levantamos al desvalido, amamos a nuestros enemigos y protegemos al débil.

Si antes éramos ciudadanos del reino oscuro y nuestras vidas daban evidencia de ello, ahora que somos ciudadanos del reino de la luz, nuestras vidas también evidencian esta transformación. No somos turistas en el reino de Dios: somos ciudadanos llevando el amor de Dios a toda región. El hecho de que en Cristo podemos vivir de nuevo conforme a la imagen de Dios, habla de que somos la «sal de esta tierra» y «la luz de este mundo» (Mt 5:13-14). Podemos ser amables con otros, generosos, hospitalarios, justos y vivir propagando la justicia.

Reflejemos el amor de Dios

Pablo exhorta a los ciudadanos del reino a vivir vidas del reino: «Que no injurien a nadie, que no sean contenciosos, sino amables, mostrando toda consideración para con todos los hombres» (Tit 3:2). Este es nuestro diseño original, pero sin Cristo nos es imposible vivir así. Nuestra naturaleza nos lleva a destruirnos a nosotros mismos y a los demás. Como Pablo escribe sobre nuestra condición anterior: «Nosotros también en otro tiempo éramos necios, desobedientes, extraviados, esclavos de deleites y placeres diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles y odiándonos unos a otros» (v. 3). 

Como imagen de Dios en la tierra, tenemos la tarea de mostrar la bondad y el amor de Dios a una humanidad que lo necesita

Ahora, los creyentes del reino transformamos nuestras sociedades (aunque no plenamente, claro). En Cristo, podemos mostrar una nueva manera de ser humanos, o más bien, la mejor manera de ser humanos. En Cristo, los hombres aman a sus esposas, y sus esposas a sus hijos, y los hijos a sus padres. Los estudiantes son honestos, trabajadores, y los empleados son íntegros y esforzados. Las familias imparten amor y cariño a todos, y los cónyuges se muestran entre sí el mismo perdón que recibieron de lo alto.

Después de todo, Pablo argumenta que cuando Jesús descendió, «se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y Su amor hacia la humanidad» (v. 4). Nosotros, como imagen de Dios en la tierra, tenemos la tarea de mostrar también la bondad y el amor de Dios a una humanidad que necesita, por sobre todas las cosas, conocer la bondad y amor de Dios. El llamado es claro: sé un ciudadano que refleje la gloria de Dios en su vida. 

Me encanta buscar «fogatas virtuales» en YouTube. Las pongo en nuestra televisión porque son acogedoras y dan un tono de calor a nuestro departamento, pero no son verdaderas. Su «calor» no es calor, sino pura ilusión. ¡Que tu vida y la mía no sean así! Que nuestras vidas sean rayos de luz que transportan calor que viene de lo alto. Que tus palabras sean sazonadas con el amor del Padre. Que tus recursos, tiempo y talentos sean usados para mostrar a otros la imagen de Dios. Tú, en esencia, eres polvo. Pero si eres un creyente de Cristo, entonces Él ha soplado el aliento de vida eterna en ti. Vive, entonces, como la imagen de aquel que en amor sopló vida donde antes solo había muerte. Da de lo que has recibido. Ama como has sido amado. ¿Por qué querríamos imitar a alguien más?

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