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En su obra Creed or Chaos? (¿Credo o caos?), la poeta británica Dorothy Leigh Sayers reflexiona sobre cómo la sociedad inglesa de la década de 1940 entendía el significado cristiano del trabajo como un acto de amor al prójimo, luego de enfrentar los embates de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).

Ella creía en la doctrina cristiana del trabajo como una expresión de la capacidad creativa que el ser humano recibe por ser creado a imagen de Dios. También admite que esa creencia había sido distorsionada por una herejía moderna que define el trabajo como todo aquello que hacemos para obtener dinero y placer.

Sayers se lamentaba de cómo los doctores de su época no practicaban la medicina principalmente para aliviar a los pacientes del dolor, sino para ganar dinero, mientras esperaban que la cura de la enfermedad llegara en el camino. También menciona el caso de abogados que cobraban sus honorarios para ganarse la vida, y no necesariamente porque tenían interés en la justicia.

Una causa mayor

Sayers observó un cambio de actitud cuando muchas personas fueron llamadas al servicio militar durante la guerra, porque encontraron en su nueva ocupación un inesperado sentido de propósito al trabajar para una causa mayor:

“La razón por la que hay hombres que muchas veces se encuentran felices y satisfechos en el ejército es que por primera vez en sus vidas se han encontrado a sí mismos haciendo algo, no por la paga, que es miserable, sino por el bien de realizar el cometido”.[1]

Ese tiempo terrible de guerra se convirtió en una causa mayor en la cual cada ciudadano británico sentía que su trabajo contribuía a la causa de la supervivencia de la nación y la lucha contra el nazismo. Cuanto más grande es la causa o razón para trabajar con excelencia, mayor motivación deberíamos tener.

Nosotros, los creyentes, tenemos una razón mayor para hacer de nuestro trabajo un acto de amor al prójimo: el evangelio de Cristo.

El evangelio revoluciona el trabajo

El evangelio anuncia que nuestro trabajo y nuestras obras no logran nada para ganar el favor de Dios, y que solo la obra terminada de Cristo ganó para nosotros Su completa aceptación. Esto implica que ningún trabajo debería ser motivo de vanagloria y no puede considerarse en sí mismo superior ni meritorio.

Los creyentes tenemos la posibilidad de trabajar en nuestra vocación con un sentido de gozo, paz, y libertad, para servir a Dios y a nuestro prójimo.

Por lo tanto, ya que en Cristo somos amados y aceptados por Dios, ahora tenemos la posibilidad de trabajar en nuestra vocación con un sentido de gozo, paz, y libertad, para servir a Dios y a nuestro prójimo mediante actos de amor.

Fue así como la Reforma protestante del siglo XVI revolucionó la visión del trabajo, al redefinirlo como un acto de amor que honra a Dios a través del servicio al prójimo según la vocación a la que hemos sido llamados… incluso aunque el pago no sea el mejor.

Trabajo impulsado por amor

Tal vez hayas visto un vídeo viral en redes sociales donde aparece una entrevista de trabajo cuya descripción de puesto no tiene horario, demanda disponibilidad las 24 horas del día, los 7 días de la semana, las 52 semanas del año, y no ofrece ningún tipo de vacaciones ni remuneración económica.

Los entrevistados quedan perplejos al escuchar la lista de demandas que requiere la posición y afirman que esa descripción de puesto es imposible de ocupar, ¡sobre todo sin ofrecer una remuneración económica! Al final de cada entrevista, el entrevistador informa al candidato que ese rol existe y que millones de personas lo ejercen, porque se trata de una de las ocupaciones más vitales e imprescindibles de toda la humanidad: ser madre.

Al respecto, Martín Lutero consideraba la vocación de la maternidad más sagrada y útil que la de un religioso que se encierra en un monasterio para dedicarse a la meditación. En un sermón titulado: El estado del matrimonio (1522), Lutero decía que mientras los padres cuidan de su bebé, cambiando pañales, limpiándolo, y velando por su salud, “Dios con todos sus ángeles y criaturas está sonriendo, no porque el padre (o la madre) está lavando pañales, sino porque lo está haciendo en la fe de Cristo” (LW 45:39-40).

Ser padres ilustra un caso particular donde seres humanos deciden servir a otros seres humanos (sus hijos) al hacer un sacrificio gozoso sin ánimo de lucro, motivados por amor y afecto natural. Pero aparte de nuestros hijos, ¿será posible servir por amor al prójimo que no es nuestro familiar? En nosotros mismos, es imposible (Mr. 10:27); pero estando en Cristo sí es posible.

Aunque toda buena obra que hacemos tiene tintes de motivaciones pecaminosas, y no podemos demostrar que amamos al prójimo a la altura que Dios lo demanda (Ro. 7:17; 1 Jn. 1:8), sin embargo, al mismo tiempo, estando en unión con Cristo, su justicia nos ha sido imputada y su amor nos apremia (Gá. 2:20; 2 Co. 5:14, 17, 21). Esto nos lleva a andar en las obras que Dios preparó de antemano en aquella fe que obra por el amor (Ef. 2:10; Gá. 5:6).

Debemos ver y hacer nuestro trabajo como un acto de amor al prójimo.

En mí mismo, no puedo decir que mi obra es un puro acto de amor. Al mismo tiempo, estando en Cristo, su obediencia perfecta obrada como un puro acto de amor me ha sido contada por justicia por medio de la fe. Por lo tanto, mi servicio en Cristo es perfecto delante de Dios (solo en virtud de mi unión con Él), al tiempo que mi prójimo se beneficia del mismo. No es mi obra la que merece el mérito; es la obra de Dios en mí, en mi unión con Cristo. Y como decía Martín Lutero: “Dios no necesita tus obras; tu prójimo las necesita”. Todo esto nos anima a trabajar en amor genuino hacia los demás sin distinción de personas.

Amar a nuestro prójimo como a Jesús

Por último, hay algo más por mencionar. En el relato del juicio final en Mateo 25:31-46, Jesús sorprende tanto a las ovejas de su derecha como a los cabritos de su izquierda cuando revela que sus tratos con los creyentes fueron con Jesús mismo. Cristo les dijo: “En cuanto lo hicieron a uno de estos hermanos Míos, aun a los más pequeños, a Mí lo hicieron” (Mt. 25:40).

Parece ser que, hasta el día del juicio final, no tendremos certeza de quiénes serán salvos. Actualmente solo vemos a quienes profesan la fe, pero no sabemos con exactitud quiénes de los que hoy son incrédulos creerán al final o quienes de los que hoy profesan la fe en realidad no son creyentes. Es por eso que tanto las ovejas como los cabritos mencionados por Jesús se sorprenden en el juicio de Dios.

Este pasaje enseña que los creyentes que sirvieron a otros, y los incrédulos que se negaron a servir a otros, al final del siglo resulta que Cristo toma ese servicio amoroso como si se lo hubieran hecho a Él. Esto es algo más que debería llevarnos a servir al prójimo en amor: en cierto modo, estamos sirviendo a Jesús mismo. En el último día nos sorprenderá ver que detrás de muchas personas a las que pudimos servir, estaba Cristo mismo, quien las redimió y las unió a Él. Y esto nos dará mucho gozo.

En fin, empleadores y empleados, gobernantes y ciudadanos, pastores y laicos: sean quienes sean aquellos a quienes servimos mediante nuestra ocupación, debemos ver y hacer nuestro trabajo como un acto de amor al prójimo. ¿Por qué? Porque vivimos para una causa mayor, para el Señor que nos apremia con su amor derramado en nuestros corazones.


1. Dorothy Sayers, Creed or Chaos? (Harcourt: Brace, 1949), 43.


Imagen: Lightstock.
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