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“La verdadera adoración fluye de un corazón que procura mantenerse en pie de guerra contra todos los ídolos que pretenden suplantar a Dios en el trono de sus afectos”.

— Sugel Michelén

La verdadera adoración es netamente un asunto del corazón. Cualquier cosa que alcance o supere tus afectos hacia Dios es un ídolo. El verdadero adorador de Dios es aquel que ama a Dios por sobre todo, incluso por sobre sí mismo.

¿Por qué los cristianos ofrendamos con liberalidad y alegría? Porque Dios lo ha ordenado. ¿Por qué vamos a los cultos de nuestras congregaciones? Porque Dios lo ha dispuesto así. ¿Por qué procuramos amar aún a los que nos aborrecen, ultrajan, y persiguen? Porque Dios ha dicho que así debe ser.

Para el verdadero adorador, la sabiduría de Dios revelada en la Escritura rige sus decisiones sobre el uso de su dinero y tiempo, sobre sus quehaceres y responsabilidades; el verdadero adorador nunca descansa en su propia sabiduría ni en la pericia de ningún hombre.

El verdadero adorador de Dios es aquel que ama a Dios por sobre todo, incluso por sobre sí mismo.

Fácil de sustituir

El primer problema con la adoración verdadera —la que Dios demanda de sus criaturas racionales— es que es fácil de desvirtuar.

Dios es Espíritu; en un mundo físico, donde hay una multitud de realidades capaces de ser percibidas tangiblemente por los sentidos del hombre, se hace cuesta arriba habituarnos a realidades no sensoriales, y peor aún, someternos a tales.

La realidad o naturaleza de Dios es de una dimensión superior a los hábitos humanos, que son materiales.

Imposible de comprender

La segunda complicación respecto a la adoración es que la espiritualidad del hombre está hecha añicos. Por la carnalidad de los hombres, la espiritualidad de Dios se eclipsa completamente desde la perspectiva humana.

El problema no es de fábrica. La “carnalidad” o “pecaminosidad” humana es una condición hereditaria, pero no es una condición de fabricación. Dios no nos hizo carnales o pecadores, sino que caímos en el pecado. La narración de los aconteceres de la caída están bien explicados e ilustrados en Génesis 3.

El decreto de Dios a Adán fue:

“De todo árbol del huerto podrás comer, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comas, ciertamente morirás”, Génesis 2: 16-17.

La caída del hombre es nada menos que muerte espiritual. Esta desgracia implicó inmediata y automáticamente la muerte espiritual y, como consecuencia y eventualmente, la muerte física.

El problema

Entonces, aquí tenemos a Dios, el Soberano absoluto del universo y nuestro creador, exigiendo un asunto imposible:

— Hombres, adórenme en espíritu y en verdad (Juan 4:23-24).

— Pero Dios, ¿acaso no estamos muertos por el pecado?

— Sí, completamente (Efesios 2:1-4)— contesta el Señor.

¿Y entonces?, preguntamos tú y yo.

La buena noticia

Lo anterior es cierto. Dios exige adoración, pero los hombres estamos muertos en nuestros delitos y pecados. Para nosotros es imposible acercarnos a Él en rendición. La buena noticia es que Dios tuvo un plan eterno de rescate y salvación: ¡Cristo!

La muerte espiritual del hombre pecador llega a su fin en Cristo. El pecador muerto puede ser revivido gracias a la fe en Él. La fe, que es un don divino Dada por la acción de su Espíritu al pecador, es el antídoto contra el pecado; es el elixir de la vida eterna.

El pecado nos mató, pero venida la fe, revivimos.

La resurrección espiritual nos capacita para comprender lo espiritual. Cualquiera que es de la fe de Jesús está capacitado para comprender más y más a Dios, y vivir cada vez más en consecuencia. Para el creyente, Dios es tan real como las cosas tangibles. No porque antes no lo fuera, sino porque ahora puede verlo.

Puesto que el hombre es un ser material además de espiritual, Dios en su gracia nos proveyó de medios sensoriales para comprenderle y amarle a pesar de su absoluta espiritualidad. Nos dejó su basta creación, por la cual podemos percibir su poder y divinidad (Romanos 1:18-21). También nos dio su Testamento por escrito, donde nos traza pautas indispensables sobre quién es Él, quiénes somos nosotros, qué debemos hacer y cómo debemos vivir (ver 1 Timoteo 3.15-17). Y como si todo esto fuera poco, se encarnó en la persona de su Hijo Jesucristo, para que mediante los sentidos podamos palpar la realidad espiritual definitiva, la divina.

La muerte espiritual del hombre pecador llega a su fin en Cristo.

Conclusión

¿No es esto grandioso? ¡Creo que no pudo ser mejor!

Gracias al evangelio de Cristo podemos ser esos verdaderos adoradores que el Señor está buscando.

¿Cómo puedes tú confirmar esta extraordinaria y poderosa verdad de lo espiritual y la vida en Jesucristo? ¡Ven y ve! Te animo a leer la Escritura, a preguntarle a algún cristiano maduro sobre estos asuntos, a reunirte con un grupo de creyentes, y a pedirle a ese Dios invisible y espiritual que si el existe te permita conocerlo. Sé sincero en tu corazón. Él no está lejos; ¡Él es la Verdad!


Imagen: Lightstock
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