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Nota del editor: 

Este es un fragmento adaptado de Dios en el torbellino: Cómo el amor santo de Dios reorienta nuestro mundo (Andamio Editorial, 2016), por David F. Wells.

En la justificación, los cristianos no hemos sido meramente absueltos, sino que esta absolución es la base para estar unidos a Cristo en su muerte y resurrección. No podemos, por tanto, vivir ya más por nosotros mismos. Debemos vivir para el que murió y fue resucitado por nosotros (2 Co. 5:15). Pablo dio la espalda a sus viejos hábitos de auto-justificación. Eso, pienso, es lo que quiso decir al afirmar que estaba “crucificado con Cristo”. De ahí en adelante, dijo: “y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí” (Gá. 2:20).

Si pertenecemos a Cristo, habremos “crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gá. 5:24). Si sufrimos, es así para que “también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo mortal” (2 Co. 4:11). Todo esto está inscrito en la manera en que el Nuevo Testamento establece la relación entre el evangelio y la santificación. Creemos en el evangelio, no solo para que nuestra culpa sea perdonada, sino para que, de ahí en adelante, de una manera diaria, vivamos para Cristo, caminando en sus caminos, viviendo por el poder del Espíritu Santo, el cual nos conduce por los senderos de la santidad.

Ese comienzo en la fe en Cristo, a través de la verdad del evangelio, fue el momento en el tiempo en el que Dios nos declaró su aceptación y nos dio la bienvenida a la familia del pacto mediante la imputación de nuestro pecado a Cristo y de su justicia a nosotros. Puede que no hayamos conocido la profundidad de la desesperación ante Dios que Lutero experimentó, pero debemos haber conocido nuestro descarrío de Dios. Y tal vez no hayamos experimentado con la misma profundidad el terror ante la ira de Dios que Lutero sintió, pero debemos habernos reconocido en peligro porque estábamos en el lado equivocado de la ley moral. Cuando consideramos a Cristo y su muerte, supimos que Dios se había vuelto a nosotros. Nos perdonó en Cristo, nos declaró justos en Él, nos reconcilió consigo mismo y nos liberó del control de la muerte y de Satanás.

La santificación tiene que ver con vivir de maneras que son consistentes con lo que ya somos en Cristo.

Dios no solo se volvió a nosotros, sino que en ese volverse a nosotros nos reclamó y recuperó para sí. Nos hizo de su propiedad. Nuestra justificación fue la entrada a esto, pero la acción de Dios no terminó con nuestra justificación. Junto a esa declaración había otra acción. Fue distinta de la justificación, pero estaba también en continuidad con ese acto de gracia que nos trajo el perdón. Dios nos justificó y entonces nos desarraigó de lo que éramos, de la existencia en la que vivíamos, y nos transfirió a una existencia completamente nueva.

Pablo no estaba exagerando cuando dijo que Dios “nos libró del dominio de las tinieblas y nos trasladó al reino de Su Hijo amado” (Col. 1:13). En este reino, dejamos “el ropaje de la vieja naturaleza con sus vicios”. Ya nos hemos puesto “la nueva naturaleza” (Col. 3:9-10). La santificación tiene que ver con vivir de maneras que son consistentes con lo que ya somos en Cristo. Tampoco fue una exageración decir que “si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!” (2 Co. 5:17 NVI). Lo “nuevo” es la irrupción de la “edad venidera”, la cual ya estamos experimentando a través de nuestras nuevas naturalezas regeneradas. Nuestra experiencia de esta “edad” venidera todavía no es completa, pero es, no obstante, real.

Si, por tanto, no hay evidencia clara, a la luz de nuestra manera de vivir, de que el viejo yo ha sido despojado, si no nos vemos a nosotros mismos como personas que han sido trasladadas al reino de Cristo, si no tenemos como nuestro propósito profundo e incesante vivir como uno que ya está en Cristo, entonces hay buenas razones por las que dudar si hemos sido alguna vez recibidos por Él. A fin de cuentas, “¿De qué sirve, hermanos míos, si alguien dice que tiene fe, pero no tiene obras?” (Stg. 2:14). Las afirmaciones de fe que no están acompañadas por la evidencia de tal fe carecen de valor (Stg. 2:26). Somos justificados únicamente por fe, pero la fe, si es genuina, nunca se encuentra sola. Siempre produce obras.


Imagen: Lightstock.
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