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Encontrando a Dios en la sala de espera de la vida

“Tienes un plan para mí”.

Cada día me despierto con estas palabras, las letras de apertura de una canción de adoración que puse como alarma hace algunos rechazos atrás. Si no tengo problemas, detengo la canción allí y comienzo mi día. Otras mañanas, cuando mi almohada aún está húmeda por el llanto de la noche anterior o mi corazón está agotado por la espera (35 años esperando por un cónyuge, 15 meses por un trabajo, indefinidamente por la resurrección de las amistades perdidas), dejo toda la canción. Luchando con oleadas de envidia, frustración, y vergüenza, espero, y hago eco del grito celestial del salmista: “Mis ojos desfallecen esperando Tu palabra” (Sal. 119:82).

La espera a menudo puede parecer una carga. Solía malgastar esas estaciones, anhelando en vano respuestas oportunas a las oraciones cansadas. Lanzaba una cuenta regresiva para el sí de Dios, y retenía alabanzas hasta que llegara. Lamentablemente, no sabía nada del poder que podría transformar una espera aparentemente sin horizonte, en una de posibilidades exuberantes y redentoras. Mis ojos fallaron, buscando no a Cristo sino escapar.

Esperar no es el espacio perdido alrededor de las mayores bendiciones de nuestras vidas; es Su incubadora. Nos guía en el camino de la fe, esa visión divina más allá de la vista humana (2 Co. 5:7). Nos obliga a enfrentar nuestras inseguridades y a examinar nuestras dudas. Por encima de todo, la espera nos invita a regresar a los caminos gastados de la gracia a una cruz sangrienta y una tumba vacía.

Cansada e impaciente, le he hecho preguntas a Dios: ¿alguna vez seré amada?¿El desempleo me arruinará? ¿Cuándo reconciliarás esto? Como sea que lo diga, estoy convencida de que mis preguntas suenan más a: ¿estás realmente en control?¿Eres confiable? ¿Eres… suficiente?

La espera nos invita a regresar a los caminos gastados de la gracia a una cruz sangrienta y una tumba vacía.

Sin embargo, con paciencia, Dios me ha acompañado a través de valles de gran necesidad. A lo largo de ese terreno ha revelado su carácter de tres maneras profundas y personales.

¿Es Él digno de confianza?

Durante años, llevé un estilo de vida de ser infiel mientras esperaba que Dios se mantuviera fiel. Aunque una vez conocí la emoción de creer en un Dios bondadoso y capaz, comencé, condicionada por la decepción, a inclinarme ante un dios digno de dudar cada vez que nuestras líneas de tiempo chocaban.

Mientras examinaba mi corazón, me dolía mi falta de fe. Sinceramente quería confiar en Dios a través del medio inacabado de mi historia. A un rechazo romántico lejos de quebrantarme, finalmente sopesé mis opciones: podía elegir ver la bendición de Dios solo cuando su sí se alineaba con mi voluntad, o podía aceptarlo en su palabra y confiar en el sí perpetuo asegurado para mí en Cristo.

Confiar en Dios mientras espero requiere practicar la disciplina del recuerdo. Recordando sus maravillosas obras vuelve a magnetizar mi corazón hacia Dios. Mi Biblia me recuerda que sirvo a un Salvador amoroso y comprometido. Mi vida me recuerda que ya he experimentado liberación tras liberación por gracia impredecible. En lugar de entrenarme, en incredulidad, a estar satisfecha solo con mi voluntad, aprendo a ingerir el néctar de la fe de la desilusión y a encontrar a Cristo suficiente y dulce. ¡Oh, la alegría que desafía el miedo de confiar en un Dios todopoderoso y atento!

¿Es suficiente?

Ya llevaba ocho meses desempleada cuando supe que no había conseguido ninguno de los dos trabajos para los que había sido finalista. Pero cuando una nueva decepción me envolvió, la Palabra de Dios también lo hizo. Les dije a mis amigos: “Es un consuelo en mi tristeza que Él se da a sí mismo”. No conozco los detalles de mi futuro, pero no necesito saberlos. Solo necesito conocerlo. Qué dulce lugar para estar, y qué diferente al pasado, cuando traté a Dios como una solución temporal para el anhelo en lugar de mi mayor satisfacción.

También comencé a orar de manera diferente. En lugar de solo pedir provisiones, me concentré en su suficiencia. No quería que la magnitud de “seré tu Dios” (Lv. 26:12) se perdiera en mí como sucedió con los israelitas. Cuanto más se enfocaban en las ventajas de la tierra prometida, más se convertía su posesión más grande en un pensamiento lejano. En lugar de esto, yo quería que fuera mía la jactancia del salmista: “Ningún bien tengo fuera de Ti […]. El Señor es la porción de mi herencia […]. En tu presencia hay plenitud de gozo” (Sal. 16: 2, 5, 11).

En mi espera, Él usó mi deficiencia para profundizar en la abundancia de Dios. Lamenté no haber sido buscada románticamente, pero Dios me recordó lo que Él hizo para hacerme suya. No tenía trabajo para validar mi valor, pero disfrutaba el valor que Cristo me dio. Con los años, había orado tanto por el regalo como por el Dador. He observado con asombro cómo el Dador se ha revelado como el regalo.

¿Está Él en control?

Una vez escuché a un grupo de mujeres enumerar las razones por las cuales eran solteras: citas complicadas, carreras exigentes, hombres pasivos en sus iglesias, estándares de belleza inalcanzables, exnovios despistados, etc. Yo también tenía mi lista. Incluso mientras trabajaba para cambiar ciertas circunstancias en mi vida, la soltería se mantuvo obstinada. El matrimonio no respeta el físico, la edad, la educación, o la experiencia.

Subyacente a la lista de razones de mi soltería está la cuestión invisible, fundamental: la soltería es la voluntad de Dios para mí en este momento. Ni la geografía, las estadísticas, ni algunos grupos de citas pueden frustrar los planes de Dios.

Así que espero, confiada en la insistencia de las Escrituras de que el soberano de Dios prevalecerá (Job 42:2; Sal. 37:23; Pr. 16:1; 19:21; 20:24; 21:1; Isa. 14:27; Jer. 10:23; Ef. 1:11). Aunque sueño con otros lugares diferentes mientras espero, aquí es donde Dios anhela que sea encontrada. Yo clamo: “¿Cuánto tiempo, oh SEÑOR?” (Sal. 13:1), y Él responde: ni un momento más de lo necesario. Él conoce la angustiosa bendición de decir: “Pero no sea como Yo quiero, sino como Tú quieras” (Mt. 26:39). No me resigno a la incertidumbre de la espera, ni dejo de orar por mis deseos incumplidos. En cambio, se lo entrego todo a Dios, confiando en que lo usará para mi bien.

Esperar es trabajo sagrado

Tengo esperanza y alegría al aprender a vivir un momento a la vez: recordando la fidelidad de Dios, meditando en su suficiencia y descansando en su soberanía. Recuerdo estas verdades varias veces al día, ya sea con los ojos secos o llorosos. Pido ayuda a mis amigos. Confieso cuando lucho. Busco la gracia para hacer lo que no puedo.

Esperar ha resultado ser un trabajo sagrado. No aprendemos perseverancia sin ella y sin perseverancia, no tenemos esperanza. Con esperanza, sin embargo, desarmamos la desesperación (Ro. 5:3-5).

Pero cuando le damos la bienvenida a la espera como instrumento del cielo, cuando no solo lo soportamos, sino que atesoramos sus riquezas, nos convertimos en personas aseguradas, saciadas, y guiadas por Dios, radiantes y preparadas para nuestro Rey.

Él tiene un plan para nosotros.


Publicado originalmente para The Gospel Coalition. Traducido por Patricia Namnún.
Imagen: Unsplash.
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