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Hace unos años, desempeñando el trabajo que por gracia he recibido en una empresa farmacéutica, Dios me confrontó con el trato que en ocasiones le brindaba a algunos miembros del personal de trabajo. Como vicepresidente ejecutivo, parte de mis funciones es coordinar todo lo relacionado al personal de la empresa y sus procesos administrativos. Ahora, como perfeccionista que soy, es muy fácil para mí el juzgar el esfuerzo de los demás, y el ser más duro y exigente de lo que debiera. Aunque no sea mi intención, mi exigencia llega a convertirse en una espada punzante que he clavado en el corazón de personas a quienes amo y valoro mucho.

Deseoso de saber más de cómo debía comportarme en mi función de “jefe”, fui a las Escrituras en busca del consejo de Dios para mí. Allí me di cuenta que la Palabra tiene muchos pasajes prescriptivos que nos dejan ver claramente lo Dios espera de nosotros como empleados. Pero cuando se trata de nuestras responsabilidades específicas del empleador, el panorama es un poco diferente. Ciertos pasajes –como Proverbios 14:28, Malaquías 3:5 o Efesios 6:9 nos dan cierta luz, pero me resultó muy provechoso el encontrar ciertos principios revelados a lo largo de la Biblia que ayudan a entender nuestras posiciones de liderazgo.

1) Todo es por gracia

Todos los que nos encontramos en cierta posición de liderazgo debemos reconocer y entender que todo es por gracia. Nuestra posición ha sido dada por Dios por su gracia. Es Él quien nos ha levantado. Pudiéramos alegar que esta posición ha sido ganada con mucho estudio, esfuerzos y méritos propios. Pero aun sea así debemos preguntarnos, ¿quién nos dio la oportunidad de llegar ahí? ¿Quién nos dio la inteligencia para hacerlo? ¿Quién nos colocó en una familia y en un entorno donde pudiéramos tener tales oportunidades? Dios es el que nos ha dado todo lo que tenemos, y no hay nada de qué gloriarnos. Nuestra posición, nuestra inteligencia, nuestras oportunidades son en realidad de Él: nos han llegado por la gracia de Dios, no por nuestros méritos (Gá. 3:1-5).

2) Nuestros empleados portan la Imago Dei

Imago Dei hace referencia a la imagen de Dios en el hombre (Gn. 1:26-27, 9:6). Nuestros empleados portan la imagen de Dios, no importa si son creyentes o no. Ellos cargan en sí mismos una parte de Dios que debe ser respetada y honrada por nosotros. Es por eso que la forma como les hablamos, regañamos, sancionamos, o la manera como muchas veces nos burlamos de ellos y hasta les despreciamos, es una ofensa directa a la imagen de Dios en ellos. Es por esto que debemos ser cuidadosos y respetuosos en cómo instruimos y dirigimos.

3) Antes que todo somos siervos

Es importante que como empleadores tengamos siempre presente que nuestra mejor manera de liderar es con nuestro ejemplo y con nuestro servicio. Cada vez que pienso en esto viene a mi mente la imagen del Señor Jesús, Jefe de Jefes, Señor de Señores, ciñendo su toalla y tomando su vasija para limpiar los pies de sus discípulos (Juan 13). Es muy probable que ninguno de nosotros tenga que hacer algo como esto, pero hay acciones de servicio y humillación que serán de ejemplo y testimonio a nuestros empleados, donde ellos podrán ver a Cristo reflejado en nosotros y a nosotros como verdaderos creyentes y embajadores de Su gracia.

4) Como siervos, nuestra misión primaria es ser testigos de nuestro Señor

Antes de utilizar nuestra posición para cumplir y satisfacer egos y deseos personales, debemos procurar servir y ser testigos de Aquel que nos salvó y por quien vivimos. Nuestro lugar de trabajo es un campo misionero fértil que, con sabiduría y paciencia, podemos ganar para Cristo. Muchas veces al escuchar y leer la gran comisión (Mt. 28:19-20) nos olvidamos que nuestro lugar de trabajo puede ser nuestra “Jerusalén”, donde podemos ir, compartir e instruir aquello que se nos ha enseñado. Nuestro ejemplo y la forma en que desempeñamos nuestro rol debe poder decirles y enseñarles a los que laboran junto a nosotros las verdades de quiénes somos y en quién hemos creído.

Nuestra posición como empleadores es una posición de privilegio y de responsabilidad delante del Dios a quien rendiremos cuenta (He. 4:13). Aunque no tengamos que reportar nuestras acciones o rendir cuentas a un jefe directo, tenemos que dar cuenta por cada uno de nuestros actos a nuestro supremo Jefe, que no puede ser burlado (Gá. 6:7).

Nuestro trabajo es un circulo de influencia donde podemos glorificar a Dios y ayudar a otros. A la hora de comenzar nuestra jornada laboral deberíamos preguntarnos: ¿ven nuestros empleados a Cristo en nosotros? ¿Quieren ellos seguir la fe que nosotros abrazamos y las huellas que nosotros pisamos? Si la respuesta a estas preguntas es no, es muy probable que tengamos que venir delante de Dios, primero buscando su perdón, y segundo teniendo la suficiente humildad para pedir perdón a quienes hemos ofendido.

Para finalizar, debemos recordar que nuestra vida espiritual no está separada de nuestra vida laboral. Somos hechura Suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras (Ef. 2:9). Como nacidos de nuevo y nuevas criaturas, todo lo que hacemos debe mostrar y reflejar quiénes somos. Recordemos las palabras de Pedro en 1 Pedro 2:9, “Pero ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido para posesión de Dios, a fin de que anuncien las virtudes de Aquél que los llamó de las tinieblas a Su luz admirable”. Eso somos y de esa manera debemos vivir y desempeñar nuestra función como empleadores: anunciando en todo tiempo las virtudes de aquel que nos llamó.

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