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2 Crónicas 31 – 33 y Mateo 25 – 26

Cuando estaba en angustia, Manasés imploró al Señor su Dios, y se humilló grandemente delante del Dios de sus padres. Y cuando oró a El, Dios se conmovió por su ruego, oyó su súplica y lo trajo de nuevo a Jerusalén, a su reino. Entonces Manasés reconoció que el Señor era Dios.

(2 Crónicas 33:12-13)

Hubo un caso policial inglés que causó gran conmoción alrededor del mundo hace bastantes años atrás. Un par de niños secuestraron a un pequeño de tres años en un centro comercial, lo llevaron a un descampado y lo golpearon hasta matarlo. La pena de cárcel fue monumental y larga. Sin embargo, luego de diez años presos, la justicia inglesa decidió dejarlos en libertad, concediéndoles nuevas identidades. A un costo cercano a los tres millones de dólares, se había establecido todo un plan de resguardo de los jóvenes para que puedan empezar una nueva vida sin ser reconocidos por su pasado. Las autoridades aseguraron que los dos muchachos estaban completamente reformados, aunque la opinión pública estaba dividida al respecto. Muchos pidieron sus cabezas, y algunos pocos creyeron que merecían una nueva oportunidad. Lo que sabemos es que uno de ellos volvió a delinquir y está de nuevo en prisión.

Mientras nuestros errores sean pequeños o insignificantes a nuestros ojos, todos pensamos que mereceremos una segunda oportunidad; pero cuando nuestros resbalones se convierten en verdaderos cataclismos personales, familiares o sociales, es mucho más difícil esperar una nueva oportunidad. Por ejemplo, las leyes son drásticas para con los que delinquen, los colegios profesionales tienen normas muy altas que castigan con la inhabilitación la infracción a sus códigos. Y para muchos que llegaron a pagar sus culpas, su fin sigue siendo el destierro, el total ostracismo, imposibilitados de volver a ganarse la confianza de sus pares o el afecto de sus cercanos.

Philip Yancey, en su excelente libro “Gracia Divina Versus Condena Humana”, señala que “Muchos moralistas preferirían estar de acuerdo con el filósofo Emanuel kant, quien sostenía que sólo se podía perdonar a una persona si ella lo merecía. Sin embargo, la palabra perdón contiene la palabra don, o regalo. Al igual que la gracia, el perdón tiene en sí la enloquecedora cualidad de ser inmerecido, no ganado, injusto” (p. 100). El Señor no deja a alguien sin una segunda oportunidad total, sin fronteras ni prejuicios… una total restauración, un verdadero nuevo comienzo. Así lo hizo con los hombres más connotados de las Escrituras: Moisés y Pablo. El primero, era un asesino y un cobarde que huyó impunemente sin recibir el castigo a su acción. El segundo, era un perseguidor infame de cristianos, que no tenía compasión alguna y que “respiraba amenazas y muerte”, como dice la Biblia. Sin embargo, los dos tuvieron una nueva oportunidad radical, un cambio significativo que les devolvió la dignidad y el nombre ya perdido. Yo me pregunto, ¿será posible cambiar?

Manasés era una verdadera calamidad como rey de Judá. A pesar de haber tenido por padre al fiel rey Ezequías, parece que no aprendió nada de él y que se rebeló contra todo lo que su padre honraba. En lugar de seguir la línea recta que a su padre tanto le costó mantener, se dedicó a quebrantar uno a uno los principios espirituales de Israel: “Pero hizo lo malo ante los ojos del Señor conforme a las abominaciones de las naciones que el Señor había expulsado delante de los Israelitas. Porque reedificó los lugares altos que su padre Ezequías había derribado. Levantó también altares a los Baales e hizo Aseras, y adoró a todo el ejército de los cielos y los sirvió. Edificó altares en la casa del Señor, de la cual el Señor había dicho: “Mi nombre estará en Jerusalén para siempre.” Edificó altares a todo el ejército de los cielos en los dos atrios de la casa del Señor. Además Manasés hizo pasar por el fuego a sus hijos en el Valle de Ben Hinom; practicó la hechicería, usó la adivinación, practicó la brujería y trató con adivinos y espiritistas. Hizo mucho mal ante los ojos del Señor, provocándolo a ira. Colocó la imagen tallada del ídolo que había hecho, en la casa de Dios, de la cual Dios había dicho a David y a su hijo Salomón: “En esta casa y en Jerusalén, que he escogido de entre todas las tribus de Israel, pondré Mi nombre para siempre, y no volveré a quitar el pie de Israel de la tierra que Yo he asignado para sus padres, con tal de que cuiden de hacer todo lo que les he mandado conforme a toda la ley, los estatutos y las ordenanzas dados por medio de Moisés.” Así Manasés hizo extraviar a Judá y a los habitantes de Jerusalén para que hicieran lo malo más que las naciones que el Señor había destruido delante de los Israelitas.” (2 Cro. 33:2-9). El joven heredero resultó ser una verdadera calamidad. Si Ezequías hubiera visto cómo su hijo destruía lo que tanto trabajo le había costado edificar, lo más probable es que lo hubiera desheredado y mandado al destierro más lejano antes que le destruya por completo todo lo que valía la pena en su nación.

Pero Manasés tuvo que pagar el precio por su extravío, y lo hizo con creces. Al sembrar viento, tuvo que cosechar tempestades. De tanto desoír las palabras de sabiduría, el reino construido sobre necedad terminó como un castillo de naipes que se cae con el menor viento. Por un momento pudo haberse sentido inmune, pero en un instante todo se le vino encima: “El Señor habló a Manasés y a su pueblo, pero ellos no hicieron caso. Por eso el Señor hizo venir contra ellos a los capitanes del ejército del rey de Asiria, que capturaron a Manasés con garfios, lo ataron con cadenas de bronce y lo llevaron a Babilonia.” (2 Cro. 33:10-11). “¡Bien hecho!”, “¡Te lo mereces por injusto y desleal!”, “¡La justicia tarda pero llega!”, “¡No hay crimen perfecto!”, podrían haber sido las frases que retumbaban en la mente del monarca. Lo había perdido todo, ¿acaso podría ser candidato a una segunda oportunidad?

El corazón endurecido de Manasés necesitaba más que un buen remezón. Él necesitaba una absoluta transformación. Algo como el shock eléctrico con el que los paramédicos tratan de volver a la acción un corazón paralizado por un infarto repentino. Años y años de pésimas decisiones, de injusticias y de crímenes, habían destruido casi por completo la conciencia del rey. El Señor llevó a cabo un plan de emergencia que debía incluir un tratamiento potente y eficiente. Dios usó, y sigue usando, una herramienta muy útil que se le conoce con el nombre de “consecuencias”. Las derivaciones, secuelas y efectos de nuestros actos siempre serán un potente resucitador ante muerte por necedad. Y la meta de este instrumento es devolverle el pulso a la conciencia hasta el nivel del arrepentimiento. Y Manasés pudo reaccionar. El texto del encabezado nos muestra que él se humilló y fue restaurado totalmente hasta el punto que, “Después de esto, Manasés edificó la muralla exterior de la ciudad de David al occidente de Gihón, en el valle, hasta la entrada de la Puerta del Pescado; y rodeó con ella el Ofel y la hizo muy alta. Entonces puso capitanes del ejército en todas las ciudades fortificadas de Judá. También quitó los dioses extranjeros y el ídolo de la casa del Señor, así como todos los altares que había edificado en el monte de la casa del Señor y en Jerusalén, y los arrojó fuera de la ciudad. Reparó el altar del Señor, y sacrificó sobre él ofrendas de paz y ofrendas de gratitud; y ordenó a Judá que sirviera al Señor, Dios de Israel.” (2 Cro. 33:14-16).

Manasés pudo ser restaurado porque el Señor tocó su corazón y él reconoció sus errores con un genuino arrepentimiento. No hubo justificaciones, ni golpes de pecho, ni remordimiento, que suplantaran el lugar que sólo el genuino arrepentimiento puede tener en el corazón. Recibir el perdón implica reconocer el error y estar dispuesto a enmendarlo. Manasés había sembrado el caos en Jerusalén, la joya preciosa del Señor, pero Dios le dio una nueva oportunidad para que él mismo, ahora restaurado, restaure lo que él mismo (valga la redundancia) había destruido.

¿Podremos cambiar? Claro que sí. Si para el Señor nada es imposible, entonces existe la posibilidad del perdón completo y la restauración total. Sin embargo, el tiempo disponible para reavivar nuestro corazón al arrepentimiento siempre es corto. Si en este momento eres consciente de que debes cambiar algo, que hay algo o alguien a quien has dañado, no dejes que pase un minuto más, porque un breve retraso puede ser demasiado tarde. Jesús dijo: “Pero cuando el Hijo del Hombre venga en Su gloria, y todos los ángeles con El, entonces El se sentará en el trono de Su gloria; y serán reunidas delante de El todas las naciones; y separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos” (Mt. 26:31-32). En ese momento ya no habrá nada por cambiar. Pero la oportunidad sí existe hoy. Lo que tengas que hacer, hazlo pronto.

Foto: Lightstock
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