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“Si tan solo fuera más alta”.

“Si tan solo fuera la directora en mi empleo”.

“Si estuviera en mi peso ideal”.

“Si mis hijos no fueran tan inquietos”.

“Si tuviera casa propia”.

“Si mi esposo fuera cariñoso”.

“Si ganara mi propio dinero”.

“Si tan solo tuviera todo lo que anhelo, sería completamente feliz…”.

Quizá has estado en esa situación, en la que algo en nuestra vida parece que nos hace falta para ser felices. Puede ser cualquier cosa que otros tienen y, según crees, no batallaron por tenerlo y tampoco lo disfrutan tanto como lo harías tú. Siempre habrá algo que a nuestros ojos parezca necesario para alcanzar la felicidad, la plenitud, y la satisfacción.

Es fácil culpar la cultura, decir que nos ha influenciado mucho en cuanto a qué necesitamos y qué no necesitamos. Y sí, en parte es cierto, porque a donde sea que miremos estamos siendo bombardeadas con esa idea y necesidad de tener más.

Pensamos en eso que oímos: has venido a esta tierra a ser feliz y no dejes que nadie te diga lo contrario. Pero lo extraño es que esa felicidad que promueve el mundo es efímera y banal, y por lo regular la definen personas que se basan en sus gustos personales. El objeto de la felicidad de esta cultura es aquello que se obtiene en exceso por nuestros propios esfuerzos. Se buscan los elogios de uno mismo y de extraños, y no del dador de la felicidad y de la plenitud; es decir, Cristo (Col. 1:19).

Mucho antes que nosotras

Todo comenzó en el Edén con nuestros primeros padres. Eva fue seducida por aquello que parecía lo único que le hacía falta para tenerlo todo. Era algo desconocido, pero pensó necesitarlo en su vida. Así se lo hizo creer la serpiente astuta cuando le dijo: “Conocerás el bien y el mal” (Gn. 3:5). 

Eva no sabía qué era el mal, de ser así lo habría detectado cuando esa serpiente trataba de convencerla de desobedecer a Dios. No conocía el mal, pero sí conocía a Dios y sabía el mandato que Él les había dado. Era un riesgo que pudo haber rechazado, pero no, ella tomó la decisión que la llevó a conocer el mal en carne propia (Gn. 3:6). 

Eva nos deja ver que, aunque en realidad tenemos todo para vivir en plenitud en la presencia de Dios, nuestros ojos y corazón siempre anhelan algo más. “Todas las cosas son fatigosas, el hombre no puede expresarlas. No se sacia el ojo de ver, ni se cansa el oído de oír” (Ecl. 1:8).

Cuando reconozcamos que todo cuanto tenemos, somos, y hacemos lo hemos recibido solo por su gracia, y que Él ha tenido cuidado de nosotras, viviremos agradecidas, contentas con lo que tenemos.

Todo aquello que anhelamos, por pequeño que sea, si nos desvía del contentamiento y gratitud a Dios, desechémoslo. Si ese anhelo o deseo nos está haciendo infelices por no tenerlo, o si nos está carcomiendo por dentro, ¿será que realmente vale la pena? Quizá estamos dejando “lo más, por lo menos”. Como dijo el autor de Hebreos:

“Sea el carácter de ustedes sin avaricia, contentos con lo que tienen, porque Él mismo ha dicho: ‘Nunca te dejaré ni te desamparare’” (Heb. 13:5).

Cuando reconozcamos que todo cuanto tenemos, somos, y hacemos lo hemos recibido solo por su gracia, y que Él ha tenido cuidado de nosotras, viviremos agradecidas, contentas con lo que tenemos. Con esto no quiero decir que es malo desear algo o anhelarlo, pero si eso nos está quitando la vista de lo que sí tenemos, si hemos dejado de disfrutar el hoy por estar afanadas o enfocados en alcanzar nuestros anhelos, quizá es tiempo de redireccionar nuestros afectos. 

Ojos en el lugar correcto

Preguntémonos y respondamos con total honestidad: 

  • ¿Cuánto tiempo he perdido mientras buscaba y me afanaba por lo que a mis ojos me hacía falta para tener plenitud? 
  • ¿Cuántas veces me he percatado de que mis oraciones van directamente a pedir por esos anhelos y olvido dar gracias a Dios por lo que por su gracia hoy tengo?
  • ¿Me he olvidado de todo lo que Dios me ha dado por enfocarme en conseguir mis anhelos?

“Porque nada hemos traído al mundo, así que nada podemos sacar de él. Y si tenemos qué comer y con qué cubrirnos, con eso estaremos contentos” (1 Ti. 6:7-8). Con nada llegamos a este mundo, nada nos llevaremos de él. Mientras estemos con los pies en esta tierra y con la mirada en la eternidad, aquello que es efímero, lo material, lo que nos ofrece este mundo caído, dejará de ser atractivo, ya que nuestros anhelos cambiarán porque amamos a Dios y anhelamos estar en su presencia, en la ciudad celestial. 

Y mientras estamos en este viaje a la ciudad celestial, disfrutemos el camino. Miremos a nuestro alrededor, y veamos todo lo bueno que ha sido Dios con nosotras. Tenemos un hogar y una familia de sangre y espiritual. Dios cuida de nosotras, sus promesas siguen vigentes y no ha faltado a ni una sola de ellas, su provisión llega cada día, su gracia se extiende a nosotras, sus misericordias son nuevas cada mañana, y hemos recibido el mayor tesoro que podríamos imaginar: la salvación de nuestra alma por medio del sacrificio de Cristo, la entrada al Padre por medio de Él, y su Palabra escrita que nos deja conocerle más. 

Ningún anhelo es comparable con el tesoro que tenemos en Él. Disfrutemos el viaje y demos gracias a Dios porque Él nos da plenitud.


Imagen: Unsplash.
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