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De pequeño, vi morir a mi abuela de cáncer. Recuerdo perfectamente cómo su cabello se caía lentamente a causa de la quimioterapia, su cuerpo demacrado mientras sucumbía a la enfermedad, y a la enfermera consolándome mientras yo permanecía abatido frente a la puerta donde ella exhalaba su último aliento. La recuerdo aún más vívidamente cantando «Sublime gracia» y hablando de la fidelidad de Dios durante todo el suplicio.

Tardé décadas en comprender lo que mi abuela me estaba enseñando en aquellos últimos meses de su vida: los humanos somos humanos y Dios es Dios. Nuestro lugar es confiar en Él, no intentar ser Él.

El libro de Job nos enseña la misma lección. ¿Por qué Dios restaura a Job? No esconderé la respuesta: Dios es Dios y hace lo que quiere. Él quiere restituir a Job. Todo el libro nos lleva a esto. La restauración de Job descansa completamente en la soberanía de Dios y en nada que Job (o cualquier otra persona) haga.

La restauración de Job descansa completamente en la soberanía de Dios y en nada que Job (o cualquier otra persona) haga

Cuando llegamos a los últimos ocho versículos del libro —después de más de cuarenta y un capítulos de poesía densa— corremos el riesgo de pasar por alto este punto. A primera vista, podemos pensar que el libro de Job se trata del sufrimiento. Este tema desempeña un papel importante en la historia de Job, pero en última instancia el sufrimiento de Job y las largas disertaciones sobre qué causa el sufrimiento, quién debe experimentarlo y cómo evitarlo son solo vehículos para transmitir el mensaje teológico más amplio del libro.

El verdadero problema que tanto Job, sus amigos y nosotros debemos afrontar hoy en día es que los seres humanos no pueden controlar a Dios, ni siquiera influir en Él.

Job no merece el sufrimiento

Sabemos que Job es un pecador (Ro 3:23), pero el prólogo del libro prepara a los lectores para que se sorprendan ante lo que ocurre, ya que presenta a Job como «intachable, recto, temeroso de Dios y apartado del mal» (Job 1:1). El versículo 3 relata la enorme riqueza de Job y parece dar a entender que es el resultado de su rectitud, una interpretación consistente con las bendiciones de la obediencia descritas en el pacto de Dios con Israel (Dt 28:1-14).

Job no está al tanto de la evaluación que Dios hace de su carácter ni de la conversación entre Yahvé y el adversario en el capítulo 1. Pero su principal queja a lo largo del libro es que no merece sufrir como sufre porque no ha cometido ningún pecado que provoque un castigo tan severo. Los amigos de Job, por su parte, argumentan que su sufrimiento es prueba de que está siendo castigado por algún pecado. Los lectores saben que Job tiene razón, pero como descubrirán él, sus amigos y nosotros, ese no es el punto. El punto es que tanto Job como sus amigos operan con una visión equivocada de Dios.

Existe una presuposición errónea detrás de la insistencia de Job en que no merece sufrir y de la insistencia de sus amigos en que obviamente sí lo merece: que los seres humanos podemos controlar a través de nuestras acciones si Dios nos bendice o nos maldice. Es cierto, como dejan claro Deuteronomio 28 e incluso pasajes del Nuevo Testamento como 1 Corintios 11, que Dios tiene categorías de recompensa y disciplina que están relacionadas con las decisiones de una persona. Pero los protagonistas del libro de Job asumieron algo más que esto.

Tenían una visión mecánica de la relación entre sufrimiento y pecado, bendición y obediencia. Suponían que la bendición siempre es una recompensa por la obediencia y que el sufrimiento siempre es un castigo por el pecado. A la inversa, suponían que la obediencia siempre resultaba en bendición mientras que el pecado siempre resultaba en sufrimiento. Este punto de vista reduce a Dios a una máquina cósmica de caramelos que puede manipularse con las acciones adecuadas. Esto eleva a los humanos y rebaja a Dios. Por eso Yahvé reprende a los amigos de Job y por eso Job debe arrepentirse.

Job no merece ser restaurado

El libro de Job termina donde empezó: contando la enorme riqueza de Job y sus muchos hijos, los cuales son indicadores claros de bendición (Dt 28:1-14). Es como si el autor luciera una sonrisa y ofreciera a los lectores un examen posterior. Tal vez se pueda perdonar al público que piense que Job merecía las bendiciones que recibió en el capítulo 1. Pero ¿persistirá el error? ¿Hemos llegado hasta aquí y seguimos sin entender? ¿O, tras leer el suplicio de Job y la increíble autorrevelación de Yahvé, estaremos de acuerdo con Job en que Dios es libre de hacer lo que considere bueno y correcto en Su sabiduría y justicia infinitas?

Una experiencia de bendición o maldición no es una forma apropiada de medir la rectitud de una persona. Dios es libre de bendecir o maldecir como mejor le parezca

El capítulo 42 no explica por qué Dios restaura a Job. Ciertamente, Job se arrepiente de haber hablado sin conocimiento de causa: «He sabido de Ti solo de oídas, / Pero ahora mis ojos te ven. / Por eso me retracto, / Y me arrepiento en polvo y ceniza» (Job 42:5-6). Sin embargo, el libro sigue responsabilizando a Yahvé del mal causado a Job: sus amigos «se condolieron de él y lo consolaron por todo el mal que el SEÑOR había traído sobre él» (Job 42:11, énfasis añadido). Sabemos por otras Escrituras (p. ej., Gn 3; 1 Jn 1:5; Stg 1:13) que Yahvé no causa el mal, pero este pasaje y otros (p. ej., Am 3:6) dejan claro que Dios es soberano sobre el mal y lo utiliza para Sus propósitos. Es parte del misterio de Dios que los humanos no pueden desentrañar.

Yahvé no explica Sus razones para «todo el mal» que trajo sobre Job. No explica por qué «bendijo los últimos días de Job más que los primeros» (Job 42:12). Simplemente lo hace, e interpretar que el final del libro depende en algo de Job va contra la corriente de la historia que le precede, especialmente contra la forma en que Job interpreta su encuentro con Yahvé.

Cuando terminamos de leer Job, seguimos teniendo preguntas sobre el sufrimiento y los propósitos de Dios en el mundo, pero al menos queda claro que una experiencia de bendición o maldición no es una forma apropiada de medir la rectitud de una persona. Dios es libre de bendecir o maldecir como mejor le parezca.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Eduardo Fergusson.
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