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Ha sido desgarrador escuchar en estos últimos días la historia de Brittany Maynard, una hermosa joven de 29 años de edad, diagnosticada con un tumor cerebral llamado glioblastoma multiforme y dada solo unos pocos meses más de vida. Sin embargo, para mí, la parte más triste de la historia no es su pronóstico, sino su decisión de terminar su vida prematuramente el 1ero de noviembre por medio de un suicidio médicamente asistido.

Entiendo que ella puede estar sufriendo grandes dolores, y que sus opciones de tratamiento son limitadas, y que éstas traen consigo sus propios devastadores efectos secundarios. Pero creo que Brittany está ignorando un factor crítico en su fórmula para la muerte: Dios. El viaje que Brittany —y todos nosotros— emprenderemos al otro lado de la muerte es la travesía más importante que enfrentaremos jamás. Por tal razón, esta decisión no debe ser ignorada o dejada a un lado sin considerar al único Dios que tiene el derecho de decidir cuándo comienza y termina una la vida.

Lamentablemente, tres países y cinco estados de los Estados Unidos ya han determinado que las personas sí pueden tomar estas decisiones por sí mismos. Esto es lo que sucede cuando se elimina a Dios: el consenso moral que ha guiado a la sociedad comienza a desmoronarse. Las personas en este país han creído la idea de que uno realmente está mejor muerto que discapacitado.

En los Países Bajos, por ejemplo, los médicos son libres de decidir si un niño nacido con una discapacidad debe o no vivir. El gobierno ha creado una guía y si el equipo médico cree que el niño —o los padres— enfrentarían sufrimiento significativo, entonces ese niño puede ser sacrificado por medio de eutanasia.

No debe ser la responsabilidad del Estado ayudar a las personas que están desesperadas por sus circunstancias físicas y quieren suicidarse. Más bien, deberíamos invertir más esfuerzo en la mejoría de las terapias de manejo del dolor. Deberíamos canalizar más recursos hacia el movimiento de los hospicios. Deberíamos ayudar a sacar a la gente de la depresión a través del apoyo compasivo y asistencia y ayuda a las familias.

Romanos 14:7 dice: “Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo, y ninguno muere para sí mismo”. La muy publicitada decisión de Brittany ya está influyendo a un sinnúmero de personas desesperadas a considerar el suicidio con asistencia médica como la respuesta a sus problemas. Esta no es una manera de fortalecer la atención y el cuidado en la sociedad; más bien, tal decisión desliga aún más los lazos de la compasión que han caracterizado a nuestra nación durante tantas décadas. El suicidio médicamente asistido reafirma el derecho a la privacidad; no refuerza el bien común, sino que nos aliena, separa y desarma, no siendo más un pueblo que realmente se preocupa por los demás.

Si pudiera pasar unos momentos con Brittany antes de que ella se tome esa receta médica que ella misma ya ha llenado, me gustaría decirle cómo he sentido el amor de Jesús fortalecerme y consolarme a través de mi propio cáncer, de mis dolores crónicos y de mi cuadriplejía. Le diría que lo más triste de todo sería que despertara en el otro lado de su lápida solo para enfrentar una existencia sombría, sin alegría, sin vida, y sin Dios.

Brittany puede pensar que su decisión es muy personal y privada, pero no lo es. Ya su decisión ha levantado debates en cuanto a si el suicidio asistido por un médico debe extenderse más allá de los cinco estados donde es legal. Los defensores de la decisión de Brittany ya están utilizando su historia como un púlpito para avanzar en sus agendas de “muerte digna”.

Pero ¿debe el acceso a recetas letales considerarse como meramente otra opción en un menú disponible para los pacientes moribundos? ¿Es un buen cuidado de hospicio el permitir a las personas controlar el momento y la manera de sus muertes? Yo no lo creo. Ampliar los “servicios” de hospicios para incluir la opción de ser ayudado a morir no enriquecería los cuidados paliativos, más bien interferiría con la correcta suministración de los servicios de hospicios.

Hay leyes buenas en los EE.UU. que ayudan a las personas a morir con dignidad —leyes que proveen terapias avanzadas para manejar el dolor a las personas que lidian dolores insoportables—. Y las personas tienen el derecho legal a rechazar el tratamiento si no lo quieren.

Además, la legalización del suicidio asistido por un médico en más estados puede enviar una señal incorrecta a las familias que tienen poco acceso a los dólares de atención médica: ¿Estaríamos diciendo a las familias de bajos ingresos, “No vamos a prestar atención médica a su estado crítico, pero podemos hacer que sea más fácil para usted suicidarse”?

Por encima de todo, el suicidio asistido plantea un peligro real para las personas con discapacidad. ¿Quién decide cuándo la esclerosis múltiple o la ELA (esclerosis lateral amiotrófica) se clasifican como “terminal”? Las personas que reciben un diagnóstico de una enfermedad crónica e incapacitante a menudo experimentan sentimientos suicidas, pero más tarde se adaptan muy bien. Trabajar a través de ese período inicial de abatimiento toma mucho más tiempo que los “períodos de espera” de las leyes vigentes de suicidio asistido por un médico.

Solo Jesús fue capaz de transformar el panorama de la vida después de la muerte al conquistar la tumba y abrir el camino a la vida eterna. Tres gramos de fenobarbital proporcionarán un alivio temporal, pero llevará rápidamente a una eternidad separada de Dios, lo que sería un gran sufrimiento sin sentido.

La vida es la condición más insustituible y fundamental de la experiencia humana, y le imploro a Brittany, y a otros que estén considerando seguir su ejemplo, que sopesen bien las consecuencias de una decisión que es tan fatal, y lo peor de todo, tan definitiva.


Este artículo fue publicado originalmente el 15 de octubre 2014 para Religion News Service. Traducido por Gittel Estevez-Michelen.
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