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“Bendito sea el Señor, mi Roca, que adiestra mis manos para la guerra, y mis dedos para la batalla”  (Salmo 144:1).

Hace dos mil años, el “Señor de los ejércitos, el Dios de los escuadrones de Israel” (1 Samuel 17:45) envió a su Hijo a la tierra en un nuevo tipo de misión entre sus enemigos (Romanos 8:7; Efesios 2:3, 16). Él iría en contra de ellos no matando sino muriendo, y reuniría a los que se someten a la misma familia de su Padre. El mundo ha entrado en una nueva era.

Hasta que su Hijo crucificado, resucitado, y reinante regrese a la tierra en gloria, Dios ya no irá a los ejércitos de su pueblo con las armas de este mundo. Ese período de guerra santa del Antiguo Testamento ha terminado. Ahora ya no hay naciones, no hay pueblos, ni tribus para ser derrotadas, porque el Cordero crucificado ha redimido “para Dios a gente de toda tribu, lengua, pueblo y nación” (Apocalipsis 5:9). El enemigo no son las naciones, ni los pueblos. El enemigo es el pecado, y Satanás, y corazones que se aferran a la rebelión.

Día de Salvación

Por ahora, hasta que Él venga de nuevo, no hay trompeta convocando al pueblo de Dios a la espada, ni escudo, carros, y caballos. En cambio, el Dios de los ejércitos ha enviado a sus embajadores a cada puesto enemigo con el mensaje de la amnistía, la oferta de reconciliación sin ninguna recriminación por la deslealtad del pasado. “Somos embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros, en nombre de Cristo les rogamos: ¡Reconcíliense con Dios!” (2 Corintios 5:20).

Por ahora, en este “tiempo propicio” —en este “día de salvación” (2 Corintios 6:2)— “las armas de nuestra contienda no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas; destruyendo especulaciones y todo razonamiento altivo que se levanta contra el conocimiento de Dios, y poniendo todo pensamiento en cautiverio a la obediencia de Cristo” (2 Corintios 10:4-5).

Por ahora, hasta que “el Señor Jesús sea revelado desde el cielo con sus poderosos ángeles en llama de fuego, dando castigo a los que no conocen a Dios, y a los que no obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesús” (2 Tesalonicenses 1:7-8), hasta entonces, los seguidores del Cordero están llamados a imitar a su Maestro, “pues también Cristo sufrió por ustedes, dejándoles ejemplo para que sigan sus pasos” (1 Pedro 2:21). “Cuando nos ultrajan, bendecimos. Cuando somos perseguidos, lo soportamos. Cuando hablan mal de nosotros, tratamos de reconciliar” (1 Corintios 4:12-13).

Por ahora, hasta que el Señor Jesús, con sus ojos con “llama de fuego”, y con “un manto empapado en sangre”, y con “una espada afilada para herir con ella a las naciones” —hasta que “pise el lagar del vino del furor de la ira de Dios Todopoderoso” (Apocalipsis 19:2-15),“no luchamos según la carne” (2 Corintios 10:3). “Nuestra lucha no es contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los poderes de este mundo de tinieblas, contra las fuerzas espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12).

Por ahora, hasta que Cristo aparezca “por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvación de los que ansiosamente lo esperan” (Hebreos 9:28) —hasta entonces, el Señor declara: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, entonces mis servidores pelearían” (Juan 18:36).

Una vez condujo a sus ejércitos en una guerra santa a la cabeza de Israel. Al final de la edad, va a retomar las armas. Pero por ahora, este es el día de salvación. El día de la amnistía. El día de la reconciliación. El día del triunfo a través del sufrimiento.

Llamado a la guerra

Pero nosotros, los que seguimos al Cordero no estamos en menos guerra que David o Josué. El Señor Jesús ni siquiera nos dejaría seguirle hasta que hayamos considerado el costo de esta guerra: “¿Qué rey, cuando sale al encuentro de otro rey para la batalla, no se sienta primero y delibera si con 10,000 hombres es bastante fuerte para enfrentarse al que viene contra él con 20,000?” (Lucas 14:31).

Pero se trata de una “buena batalla” (1 Timoteo 1:18). Una buena pelea (1 Timoteo 6:12; 2 Timoteo 4:7). Nuestros enemigos en esta guerra son “pasiones carnales que combaten contra el alma” (1 Pedro 2:11), la ley del pecado que “hace guerra contra la ley de mi mente, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros” (Romanos 7:23), y el diablo que era “un asesino desde el principio… y el padre de la mentira” (Juan 8:44).

Es una lucha por la fe (2 Timoteo 4:7), una lucha por la justicia (2 Corintios 6:7), y una lucha por la vida (1 Timoteo 6:12). Nadie perece a causa de esta lucha, sino solo a pesar de ella. Es una lucha para salvar (1 Corintios 9:22), no para destruir. El principal enemigo en esta lucha es un destructor (1 Corintios 10:10). Nuestra lucha es una lucha por la liberación de este enemigo.

Es una buena batalla, a pesar de que, al igual que con todas las guerras, la gente a menudo debe ser opuesta por el bien de las personas. Porque el enemigo tiene muchos agentes. “Pues aun Satanás se disfraza como ángel de luz. Por tanto, no es de sorprender que sus servidores también se disfracen como servidores de justicia” (2 Corintios 11:14-15). Pero nuestra protección defensiva contra los apóstoles de la oscuridad no es la armadura de acero, sino las “armas de la luz” (Romanos 13:12). Y nuestra arma ofensiva es “la espada del Espíritu que es la palabra de Dios”, no la espada de la carne (Efesios 6:17).

Las palabras de nuestra guerra pueden ser gentiles: “El siervo del Señor no debe ser rencilloso, sino amable… Debe reprender tiernamente a los que se oponen” (2 Timoteo 2:24-25). O nuestras palabras pueden ser graves: “lleno del Espíritu Santo, [Pablo] fijando la mirada en él [Elimas], dijo: 'Tú, hijo del diablo, que estás lleno de todo engaño y fraude, enemigo de toda justicia, ¿no cesarás de torcer los caminos rectos del Señor?'” (Hechos 4:27-28).

Promesa de victoria

Es un buen combate también porque la victoria decisiva ya se ha logrado por el Señor de la gloria. “El Hijo de Dios se manifestó… para destruir las obras del diablo” (1 Juan 3:8). Cristo asumió la naturaleza humana “para anular mediante la muerte el poder de aquél que tenía el poder de la muerte, es decir, el diablo” (Hebreos 2:14). Dios “habiendo despojado a los poderes y autoridades, hizo de ellos un espectáculo público, triunfando sobre ellos por medio de Él” (Colosenses 2:15).

El tiempo de Satanás es corto. La cabeza del dragón ha sido cortada. Y se agita en la agonía mortal de la derrota. Al tiempo señalado por Dios, “El diablo… fue arrojado al lago de fuego y azufre… Y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 20:10; Mateo 8:29; 25:41).

Para los seguidores del Cordero, las implicaciones para su batalla son estupendas. “Por tanto, ahora no hay condenación para los que están en Cristo Jesús” (Romanos 8:1). “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica” (Romanos 8:33). Ni “ángeles, ni principados… ni los poderes… ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:38-39). “Mayor es Aquél que está en ustedes que el que está en el mundo” (1 Juan 4:4). Lo vencemos “por medio de la sangre del Cordero y por la palabra [de nuestro] testimonio” (Apocalipsis 12:11).

Oremos, por lo tanto, para que no nos adormezcamos en el sueño del apaciguamiento, como si el Hitler del infierno no tuviera intenciones de conquistar el mundo. Nosotros no ignoramos sus diseños (2 Corintios 2:11). Y aunque la guerra del mundo no es la guerra de carros y caballos, el Señor Jesús no es menos guerrero hoy que en los días de antaño. Así que vamos a llegar como soldados dispuestos del Príncipe de la Paz y declaremos, “Él adiestra mis manos para la batalla” (Salmo 18:34).


Publicado originalmente en Desiring God. Traducido por Markos Fehr.
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