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1 Samuel 1 – 3   y   Colosenses 3 – 4

“Respondió Elí y dijo: Ve en paz; y que el Dios de Israel te conceda la petición que le has hecho. Y ella dijo: Halle tu sierva gracia ante tus ojos. Y la mujer se puso en camino, comió y ya no estaba triste su semblante”, 1 Samuel 1:17-18.

 ¿Saben cuál es la enfermedad que más ha crecido en los últimos veinte años? Pues, la muy melancólica depresión. Esta profunda tristeza genera una serie de problemas personales, familiares, laborales y estudiantiles. ¿Qué es la depresión? Fisiológicamente hablando, es una enfermedad afectivo-mental que involucra a los neurotransmisores; es decir, a las sustancias que comunican las neuronas. Las personas depresivas sufren un desequilibrio en la síntesis y actividad de los transmisores; por eso se explican sus cambios conductuales. La herencia genética, tan de moda en estos días, también le pone su cuota a la depresión, aunque en un grado mucho menor. Aunque es muy clara la explicación, es muy poco lo que los legos podemos entender. Lo que sí está claro es que produce profundos desórdenes en nuestro funcionamiento orgánico.

¿Cómo se manifiesta la depresión? Como un gran bajón del ánimo y de las fuerzas, como una tristeza que carcome el alma hasta producir debilidad y una terrible desesperanza. Todo se descompone: las relaciones, los hábitos, los apetitos, generando junto al dolor anímico una mayor confusión. Aunque estamos rendidos ante la fisiología, todos los especialistas concuerdan que el estilo de vida moderno, la competencia y una vida demasiado tirada a lo meramente material, son gatillantes de la tan mentada enfermedad.  Por allí he leído que el 70% de las enfermedades humanas tienen que ver con malos hábitos humanos, o sea, comportamientos y conductas que no aprovechan para la salud. Dentro de este campo también se encuentra la depresión.

¿Es la depresión algo nuevo? Bueno, como epidemia es algo nuevo, pero la tristeza del corazón siempre ha ennegrecido las almas de los hombres de todas las generaciones, aun desde la cuna de la humanidad. Ana, por ejemplo, era una mujer hebrea sumida en la tristeza allá por el 1100 a.C. Casada con un buen hombre llamado Elcana, ella lloraba por si incapacidad física para tener hijos. Así trataba de consolarla su esposo: “…Ana, ¿por qué lloras? ¿por qué no comes? ¿y por qué está afligido tu corazón? ¿no te soy yo mejor que diez hijos?”, 1 Sammuel 1:8. Elcana, ignorantemente, usaba la más desagradable estrategia para calmar al deprimido: tratar de hacerle ver que las cosas no están tan mal como parecen. ¿Alguna vez lo han usado contigo? ¿Alguna vez lo has usado con otras personas? Seguro que sí. Es un método probadamente ineficaz. Como dice el dicho: “Mal de muchos… consuelo de tontos”, y parece que así lo sintió Ana. Ella no tenía nada que reprocharle a su marido, era una excelente persona que trataba por todos los medios de hacerla feliz: “…él amaba a Ana, aunque el SEÑOR no le había dado hijos”, 1Samuel 1:5b; pero él no podía suplir la carencia anímica que ella sentía por su esterilidad. Y eso la deprimía. Un proverbio bíblico dice que no se puede cantar canciones al corazón afligido, lo que es enteramente cierto. El corazón triste necesita soluciones y no tan sólo ilusiones o palabras dulcetes y fáciles que ignoran la fuente de la amargura. Una persona deprimida debe primero calmar su dolor para luego encontrar razones a su desconsuelo.

Los que trabajamos con el corazón humano hemos aprendido a reconocer lo importante que es saber escuchar. Una persona con un malestar en el alma debe tener la oportunidad de poder desahogarse, de la misma manera que el cuerpo, a través de sus centros nerviosos, da cuenta de una anomalía física a través del dolor zumbante y permanente. Ana fue a la casa de Dios, y se dispuso a dejar su amargo dolor en la presencia del Señor: “ella, muy angustiada, oraba al SEÑOR y lloraba amargamente”, 1 Samuel 1:10. Su oración llevaba la carga de su quebranto, y en cada palabra iba trasladando su desesperanza en fe. Él creía que el Señor la estaba oyendo y estaba segura que Él haría lo mejor para ella. El sacerdote Elí, que la observaba a la distancia, pensó que Ana estaba ebria porque sólo la veía gesticular y llorar. Al reprenderla, Ana hizo descargo de su dolor y de la integridad de su alma: “Pero Ana respondió y dijo: No, señor mío, soy una mujer angustiada en espíritu; no he bebido vino ni licor, sino que he derramado mi alma delante del SEÑOR. No tengas a tu sierva por mujer indigna; porque hasta ahora he orado a causa de mi gran congoja y aflicción”, 1 Samuel 1:15-16.

La parte subrayada habla del inicio de su proceso de restauración. Ella habló con el Señor, fue sincera en decirle lo que más deseaba, y lo hizo con todo el dolor que profundamente estaba sintiendo. Ya no había nada más que ocultar, su  sufrimiento no había terminado, pero como dice el texto del encabezado: “…no estuvo más triste”, 1 Samuel 1:18c.

Ella vuelve a su casa totalmente aliviada, con su deseo, que se había convertido en una dolorosa obsesión, totalmente entregado al Señor, a tal punto, que prometió que si Dios le concedía el hijo: “…yo lo dedicaré al SEÑOR por todos los días de su vida…”, 1 Samuel 1:11c. Oídos que sepan escuchar, desahogo profundo y renuncia objetiva, van de la mano para sanar las heridas del depresivo. Ana sería, tiempo después, la madre del profeta Samuel, cuyo nombre justamente significa “pedido a Dios”. Sanada ya de su depresión, ella compone una canción en donde da cuenta de las convicciones que sanaron su alma. De su canto jubiloso extraigo algunas frases:

Porque no hay ninguno fuera de ti,

Y no hay refugio como el Dios nuestro.

No multipliquéis palabras de grandeza y altanería;

Cesen las palabras arrogantes de vuestra boca;

Porque el Dios de todo saber es el SEÑOR,

Y a él toca pesar las acciones.

El SEÑOR mata, y él da vida;

El hace descender al Seol, y hace subir.

El SEÑOR empobrece, y él enriquece;

Abate y enaltece…

Porque nadie será fuerte en su propia fuerza.

1 Samuel 2: 2b,3,6-7,9c.

Ella no sólo había recibido lo que deseaba su corazón, sino que ahora sabía con certeza que el gobierno de Dios es universal, y que sólo una persona que depende de un Creador, que es sustentador y fiel, puede dejar sus tristezas en Él. Ella miró hacia el cielo, y el Señor del Cielo le permitió ver las cosas desde otra perspectiva, haciéndole notar que cuando el hombre se encuentra con Él no existen carencias significativas que ahoguen el alma, sino siempre posibilidades eternas más allá de las circunstancias temporales. El corazón del Señor es el lugar “donde no hay griego, ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos”, Colosenses 3:11.

¿Sientes que hay diferencias insoportables que atormentan tu vida? ¿Consideras que tienes carencias que amargan y causan un profundo desasosiego a tu alma? ¿Hay recuerdos que te torturan hasta el punto de sentirte desfallecer? ¿Estás desalentado de la vida, en tal magnitud que nada pareciera tener sentido? Sólo te puedo decir que nuestro Señor Jesucristo tiene la solución. Entrégale tu vida, desahógate con Él,  porque es el único que sabe lo que realmente sientes, y lo que necesitas para mitigar tu dolor. Ana y millones de personas más a lo largo de todos los tiempos lo han hecho… y nunca han sido defraudadas. El gran temor que ellos tenían sobre sus vidas se disipó cuando entendieron de boca de Pablo que: “…vuestra vida está escondida con Cristo en Dios”, Colosenses 3:3b. Si tu vida está en sus manos… ¿De qué podrás temer?

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