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Es común escuchar la petición “escribe mi nombre en el libro de la vida” como parte de la popular “oración de fe” evangélica. Esta oración se repite en numerosas congregaciones alrededor del mundo, con un impacto profundo en el entendimiento del pueblo de Dios.

La “oración de fe” es la respuesta por defecto a la predicación cristiana en un vasto sector de la iglesia. Esta petición, “escribe mi nombre en el libro de la vida”, se enseña como parte de una respuesta adecuada y necesaria ante el evangelio.

Con el paso de los años, pedir a Dios que nos escriba en ese libro se ha convertido en una enseñanza tácita para quienes la repiten y aprenden, pero existe poca reflexión bíblica y teológica en torno a la legitimidad de esta instrucción.

En este escrito no abordaremos el debate actual en torno a la “oración de fe”, sino que nos limitaremos a evaluar si esta petición señalada se conforma a la revelación bíblica. ¿Cómo podemos entender el “libro de la vida”? ¿En serio debemos pedirle a Dios que escriba nuestros nombres allí para que así seamos salvos?

¿Qué es el libro de la vida?

También llamado “el libro de la vida del Cordero que fue inmolado”, este libro es uno escrito por Dios desde el inicio de la historia del mundo, y contiene los nombres de todas las personas que serán salvas del juicio eterno y heredarán el reino de los cielos (Ap. 13:8; 17:8; 20:15; 21:27).[1]

Es difícil discernir la naturaleza de este libro. Debido a la acomodación de lenguaje que toma lugar en las Escrituras, y el género apocalíptico y poético en que fueron escritos algunos textos bíblicos que aluden él, no sabemos con seguridad absoluta si este libro es un símbolo, o si realmente habrá un libro con los nombres de los salvos en el día del juicio.

No obstante, podemos estar seguros de que Dios conoce perfectamente el número y nombre de todos los que han de alcanzar salvación. Sabemos que ellos serán librados del lago de fuego y admitidos en la Jerusalén celestial de acuerdo a las promesas bíblicas sobre el libro de la vida.

El libro de la vida posee estas características:

  • Fue escrito antes de que la humanidad existiera. No se escribe durante la historia humana, ni se le añaden o borran nombres luego de su redacción (Ap. 13:8; 17:8).
  • Es el libro del Cordero que fue inmolado. Todas las personas inscritas en él son beneficiarias de la expiación que llevó a cabo el Señor Jesús mediante su sacrificio y ejercicio sacerdotal. Cada persona librada del juicio eterno alcanza esta salvación mediante una justicia ajena otorgada a través de la fe, y la satisfacción de la ira de Dios mediante el sacrificio del Mesías (Heb. 9:24-28, 11:1-7).
  • No contiene a todas las personas. Quienes adoran a la bestia en Apocalipsis fueron excluidos del libro de la vida desde la fundación del mundo (Ap. 13:8; 17:8). Este libro registra al pueblo de Dios y no a toda la humanidad.[2]
  • Es un libro de justos y salvos. Las personas inscritas en él son denominadas “justos”, distinguidas de los impíos que adoran a la bestia y son excluidos de la Jerusalén celestial (Ap 21:27; cp. Sal. 69:28). Los inscritos en el libro entrarán a esa ciudad y habitarán con Dios por la eternidad (Ap. 21:27). Toda persona que no se halle en este libro será condenada eternamente por su pecado (Ap 20:15; 21:27).

Somos llamado a reconocer la autoridad de la Palabra de Dios sometiéndonos a ella.

Estas características nos brindan una comprensión básica de lo que es el libro de la vida y nos preparan para la pregunta principal de este artículo.

¿Debemos pedir a Dios que nos escriba en el libro de la vida?

Podemos responder esta pregunta presentando dos argumentos:

  1. Los apóstoles no enseñaron a sus discípulos esta petición.

En la Biblia nunca vemos que los apóstoles y discípulos de Jesucristo enseñaran a quienes recibían el evangelio a orar de esta manera. El llamado en la predicación apostólica fue al arrepentimiento de pecados y la fe en Jesucristo, expresados a través del bautismo y frutos de arrepentimiento (ejemplos: Hch. 2:37-38; 16:30-34).

Ya que el evangelio, el evangelismo, y el llamado a responder correctamente al evangelio son parte de la herencia apostólica que recibimos en las Escrituras, no debemos enseñar esta práctica que difiere de la enseñanza y ejemplo de los apóstoles.

  1. Si crees el evangelio o si lo vas a creer, tu nombre ya fue escrito en el libro de la vida.

Cuando se menciona el libro de la vida en Apocalipsis, se dice que su redacción tomó lugar desde la fundación del mundo. Si consideramos esto, y que los creyentes fueron escogidos desde antes de la fundación del mundo (Ef 1:4), podemos concluir que los nombres de los inscritos en este libro fueron incluidos desde el comienzo de la historia.

Por lo tanto, no tiene sentido pedir nuestra inscripción en el libro de la vida. Si hemos creído el evangelio, o si creeremos en él, ya fuimos inscritos en ese libro.

Las prácticas y ritos ajenos a la revelación bíblica, y la ausencia de reflexión teológica, evidencian un desapego y desinterés hacia la Palabra de Dios.

Para aquellos que tenemos fe en el evangelio de Jesucristo, que fuimos inscritos entre los justificados por la obra de la cruz, solo nos resta agradecer la misericordia del Señor que nos escogió para ser salvos y heredar un reino inconmovible desde antes de haber nacido.

Atesoremos la Palabra

En resumen, la enseñanza de pedir la inscripción de nuestro nombre en el libro de la vida es una práctica extrabíblica, que no se conforma a revelación de la Biblia. Esta no ataca directa y severamente las doctrinas esenciales de la fe cristiana, por lo que muchos pueden considerarla una práctica inofensiva. Sin embargo, no ignoremos que su ejercicio común en grandes sectores de la iglesia revela un problema más profundo.

Es evidente que gran parte del pueblo de Dios no deriva toda su fe y práctica de las Escrituras. Por tanto, somos vulnerables a la implementación de ritos y tradiciones que no provienen de Dios y que, a diferencia de este caso, pueden representar ataques serios contra la revelación que hemos recibido del Espíritu Santo a través de la Biblia.

Somos llamado a reconocer la autoridad de la Palabra de Dios sometiéndonos a ella, pero también somos advertidos del peligro de añadir o sustraer a las Escrituras. Si bien tenemos el privilegio de heredar la revelación de Dios a través de la Biblia, igualmente tenemos la responsabilidad de vivir en fidelidad a ella, no solo en lo que creemos, sino también en lo que practicamos y transmitimos.

Las prácticas y ritos ajenos a la revelación bíblica, y la ausencia de reflexión teológica, evidencian un desapego y desinterés hacia la Palabra de Dios. Debemos regresar a las Escrituras y permanecer aferrados a esta lámpara que brilla en medio de la oscuridad, hasta que el lucero de la mañana salga en nuestros corazones (2 Pe. 1:19). Recordemos las palabras de Pablo con respecto a nuestra herencia apostólica: “Retén la norma de las sanas palabras que has oído de mí, en la fe y el amor en Cristo Jesús” (2 Ti. 1:13).


[1] La Biblia habla sobre ciertos libros empleados por Dios para llevar a cabo sus juicios y propósitos. El libro de la casa de Israel (Ez. 13:9), los libros empleados en el juicio del sueño de Daniel (Dn. 7:10), y el libro sellado con siete sellos (Ap. 5:1), y los libros empleados en el juicio del gran trono blanco (Ap. 20:12), son ejemplos de esto, pero ninguno de ellos corresponde específicamente al libro de la vida del que se habla en este artículo.

[2] Vale la pena recordar a que el Señor Jesucristo dijo a sus discípulos que se regocijaran en que sus nombres estaban escritos en los cielos (Lc. 10:20). Si bien no alude directamente al libro de la vida, hace referencia a una inscripción que implica los mismos beneficios, por lo que asumimos que hace referencia a la misma condición bendecida. De esa manera, estar inscritos en los cielos se describe como un privilegio especial, como la mención que hace Pablo de sus colaboradores como inscritos en el libro de la vida (Fil. 4:3). Esta forma de describir la presencia en el libro como un privilegio, y no como una condición universal, también nos lleva a pensar que el libro de la vida registra al pueblo de Dios y no a toda la humanidad.


Imagen: Lightstock.
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