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Al principio, parecía extraño. Los estantes vacíos en Costco… después Target… y luego Walmart. Las autopistas espeluznantemente vacías. Las largas filas alrededor de las tiendas. Escuelas cerradas y Starbucks oscurecidos. Respondiendo correos electrónicos sobre varios capítulos del libro de Apocalipsis de Juan. Debido al COVID-19, un virus del que pocos habían escuchado hablar en Navidad, la mayoría de nosotros no celebramos Semana Santa como solemos hacerlo. El mundo ha cambiado y nada parece normal.

Al principio, parecía extraño. Las familias caminando juntas alrededor de la cuadra. Los vecinos contactando a la pareja de ancianos al otro lado de la calle. Niños montando bicicleta, a seis pies de distancia, sin ningún destino específico. Un joven de 20 y tantos años llevando comestibles para una anciana como si estuviera jugando un inocente juego de “toca el timbre y corre”. Debido al COVID-19, un virus del que pocos habían escuchado hablar hace unos meses, muchos de nosotros vemos que las comunidades actúan como lo hicieron hace generaciones atrás. El mundo ha cambiado y nada parece normal.

O tal vez nuestra idea de “normal” no es normal.

La rareza de estar “súper ocupados”

No es un secreto que los estadounidenses viven a un ritmo frenético. Casi el 40 por ciento de los estadounidenses trabajan más de 50 horas por semana. Los pastores pasan casi tres o cuatro noches a la semana fuera de sus hogares. Los estudiantes están involucrados en más actividades extracurriculares que antes, y estar “tan ocupados” se ha convertido en nuestro humilde alardeo. Idealmente, la iglesia evangélica debería contrarrestar estas desafortunadas normas culturales.

A veces lo hacemos. Pero a veces somos tan frenéticos como el resto del mundo. En un deseo de seguir siendo “relevante” (léase: “competitivo”), agregamos nuestras propias actividades, expectativas, y demandas, como si la respuesta al hiperactivismo secular es simplemente un hiperactivismo centrado en el evangelio.

El COVID-19 está causando muchos efectos graves y desafortunados en nuestra sociedad. Sin embargo, deshacer nuestra ilusión de que “ocupado” y “grande” es lo mismo que “fructífero” y “efectivo” ciertamente no es uno de esos efectos.

Por ejemplo, conozco a dos parejas cuyos planes de boda se han visto comprometidos como resultado del “distanciamiento social”. Pero qué alegría ver su crecimiento mutuo mientras luchan con la realidad de que una boda de $60 (el costo de una licencia de matrimonio en el Condado de Orange) en el patio trasero de alguien es tan legítima y mucho menos estresante que una de $30,000 (el costo promedio de una boda en América).

Multiplica esa experiencia por los cientos de maneras en que hemos complicado la vida porque “simplemente podemos hacerlo”, sin detenernos a preguntar si deberíamos hacerlo. Ahora no tenemos la opción de preguntar si deberíamos. Debido al COVID-19, simplemente no podemos. Y tal vez eso sea un favor.

Más simple = más normal

Sin embargo, esta restricción ha traído libertad inesperada de otras maneras. Tal vez con menos que hacer, aprenderemos a manejarnos bien con menos. ¿Quizás los domingos por la mañana sean más especiales? Tal vez nos demos cuenta de que ser un cristiano eficaz requiere de menos programas, planes de estudio fabricados, o videos de alta producción. Y requiere de más tiempo espontáneo, no programado. Es hora de comprar alimentos, ayudar a los vulnerables, pasear juntos por nuestros vecindarios, estar quietos y conocer a Dios (Sal. 46:10).

Vale la pena aclarar que las clases y los programas no son intrínsecamente malos. El peligro es que pueden convertirse en sustitutos fáciles del trabajo real de simplemente ser un cristiano. En cierto modo, ser cristiano en lugar de solo hacer cosas cristianas va en contra de nuestra cultura altamente programada, centrada en la eficiencia, y orientada a los resultados. Tal vez se necesita de una pandemia global para darnos cuenta de que hemos hecho que la vida cristiana sea más ocupada de lo que necesita serlo.

Tal vez se necesita de una pandemia global para darnos cuenta de que hemos hecho que la vida cristiana sea más ocupada de lo que necesita serlo

Por la gracia de Dios, la vida puede volver a la “normalidad”. Pero por la gracia de Dios, tal vez no lo haremos. Tal vez nos mantengamos un poco “anormales”.

Tal vez haremos un mejor uso del día del Señor para liberar los otros días para la obra del Señor. En otras palabras, en lugar de asistir a otro estudio bíblico a mitad de semana que nos aleja de nuestros vecinos y vecindarios, tal vez podríamos aprovechar mejor nuestra hora de escuela dominical o las otras ofertas de discipulado en nuestras iglesias el domingo por la mañana. Tal vez haremos menos deportes por nuestros hijos y haremos más deportes con nuestros hijos. Tal vez todavía crucemos la calle para ver a esa pareja de ancianos que aún sigue estando sola una vez que el virus haya pasado.

Jesús no enseñó que el mundo iba a saber que somos sus discípulos debido a nuestras vidas ocupadas, frenéticas, y de agendas apretadas. Él dijo que el mundo conocería que somos sus discípulos por nuestro amor mutuo (Jn. 13:35).


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por John Chavez.
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