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Nota del editor: 

El contenido de este artículo es una adaptación del capítulo “¡No te escuches tanto!” de Un corazón en el desierto (Grupo Nelson, 2021), por Patricia Namnún.

Nuestras mentes nunca están en blanco. Todo el día nos estamos escuchando, pero lamento decir que, muchas veces, lo que escuchamos de nosotros mismos no está en concordancia con la Palabra de Dios:

  • Nos levantamos en la mañana y lo primero que nos llega es esa voz que nos recuerda una situación particular que necesitamos resolver. Nos cuestiona si acaso vale la pena enfrentarla o si algo bueno podría salir de ella.
  • Pecamos y nos decimos a nosotros mismos que ya colmamos la paciencia de Dios y que esta vez no nos va a perdonar. Luego llegamos a la conclusión de que lo que hemos hecho es tan grave que no merecemos siquiera buscar el perdón de Dios.
  • Estamos en medio del sufrimiento y vemos cómo nuestra fe se va desgastando. Todo lo que nuestra voz interior nos sugiere es que Dios se ha olvidado de nosotros y se complace en que suframos.

Resolver este tipo de problemas no es tan sencillo como pedirle a alguien en particular que no nos escriba o que dejemos de reunirnos. Acciones así no pueden resolver este problema, pues tales pensamientos vienen de nosotros mismos. Es como si un lado oscuro de nosotros estuviera hablándonos todo el tiempo, pero lo que nos dice no son palabras de vida. Son ideas que traen aridez a nuestro corazón y de alguna manera nos llevan a quitar los ojos del evangelio de Cristo.

Un problema de confianza

Tendemos a confiar en nuestra mente. Hemos llegado a creer, de manera equivocada, que todo lo que nos llega a la cabeza debe ser cierto, porque lo estamos pensando nosotros mismos. Sin embargo, si viéramos nuestra mente como la Biblia lo hace, no confiaríamos tanto en ella como solemos hacer.

Debemos responder al llamado de la Palabra de destruir las fortalezas que se levantan en nuestras mentes

La Biblia caracteriza nuestra mente como atribulada (2 R 6:11), depravada (1 Ti 6:5), pecadora (Ro 8:7), endurecida (2 Co 3:14), ciega (2 Co 4:4) y corrupta (2 Ti 3:8). ¿Confiaríamos ciegamente en alguien con estas características? Estoy casi segura de que no lo haríamos. Cuestionaríamos sus palabras, confrontaríamos sus ideas e investigaríamos lo suficiente antes de seguir cualquier indicación que esa persona nos diera. 

Sin embargo, hacemos lo contrario con nuestra mente. A ella la escuchamos ciegamente, le creemos sin cuestionamientos y la seguimos sin vacilación, mientras nos lleva lejos de las verdades de Dios.

Aprende a cuestionarte

No debemos creer todo lo que pensamos solo porque lo estamos pensando. Se nos dice con frecuencia: «Escucha a tu corazón». No obstante, que algo sea mi pensamiento no significa necesariamente que sea bueno, o que tenga razón. Necesitamos cultivar una vida que aprenda a hablarse en lugar de escucharse; eso implica cuestionar nuestros propios pensamientos y ponerlos a prueba a la luz de la Palabra de Dios.

Debemos responder al llamado de la Palabra de destruir las fortalezas que se levantan en nuestras mentes, así como poner todo pensamiento en cautiverio a la obediencia de Cristo (2 Co 10:5). Nuestros pensamientos deben ser controlados, instruidos y dirigidos en el poder del Espíritu.

Aquí hay algunas preguntas que pueden ayudarnos a filtrar nuestros pensamientos:

  • ¿Esto que estoy pensando es verdad o es una mentira a la luz de la Palabra de Dios?
  • ¿Estas ideas suenan como acusaciones del enemigo o es el Espíritu Santo dándome convicción?
  • ¿Dónde me están diciendo estos pensamientos que ponga mi esperanza?
  • ¿Cuáles serían las consecuencias si les diera rienda suelta a estos pensamientos?
  • ¿Esto que estoy pensando me lleva a mirar a la cruz y la salvación provista por el evangelio?

Necesitamos aprender a hablarnos en lugar de escucharnos y eso implica cuestionar nuestros pensamientos y probarlos a la luz de la Palabra de Dios

Al evaluar los pensamientos que lleguen a nuestra mente, no nos quedemos solo con la respuesta a las preguntas; actuemos en sumisión. Recordemos las palabras de Jesús: «Cualquiera que oye estas palabras Mías y las pone en práctica, será semejante a un hombre sabio que edificó su casa sobre la roca» (Mt 7:24).

Ahora, filtrar nuestros pensamientos es una respuesta necesaria de ataque, pero necesitamos también trabajar en cómo estamos llenando nuestra mente.

Aprende a llenarte

Hace un tiempo el champú de mis hijos no estaba durando. El recipiente no facilitaba su aplicación, así que ellos lo destapaban por completo y gran parte caía al piso de la bañera. Pensé que una solución era darles un envase que les resultara fácil de usar y los ayudara a no desperdiciar. Pero no encontré lo que quería. Luego de buscar por todas partes, terminé comprando un envase rojo de tapa blanca. Sin duda fue ideado para el kétchup, pero cada vez que mis hijos lo presionan sale champú, porque eso es lo que tiene dentro.

Nuestras mentes son como envases listos para recibir lo que sea que vayamos a poner dentro, pero tengamos la seguridad de que todo lo que entre en algún momento saldrá (Mt 12:34). Seríamos ingenuos al pensar que podemos dejar entrar cualquier cosa a nuestra mente y que no la veremos salir con alguna consecuencia por pagar.

Si lo que albergamos en nuestra mente es basura emocional, intelectual, moral o espiritual, esas cosas terminarán alimentando la carne y los resultados tendrán esas mismas características. Como enuncia un proverbio: «El corazón inteligente busca conocimiento, / Pero la boca de los necios se alimenta de necedades» (Pr 15:14). Cada serie de televisión, libro, canción, podcast, sermón, conversación, página de Internet, noticia y revista está moldeando nuestra mente y llevándonos a poner nuestra mirada en las cosas de arriba o en las de este mundo (Col 3:2).

Cuidar nuestra mente también significa decirle «sí» a todo aquello que le haga bien a nuestra vida en el Señor

Nuestras mentes son regalos preciados del Señor, por lo que debemos cuidarlas y usarlas para Su gloria. Parte de ese cuidado tiene que ver con cuidar de qué la estamos llenando. Pregúntate: ¿qué es lo que consumo la mayor parte del tiempo? ¿Eso que consumo llama a lo malo «bueno» y a lo bueno «malo»? ¿Estoy siendo intencional en que la Palabra habite en mi mente? ¿Es la meditación en las Escrituras parte de mi día a día? 

Es posible que las respuestas honestas nos muestren que hay cosas que necesitamos dejar, para honrar a Dios con el cuidado de nuestra mente. Sin embargo, cuidar nuestra mente no solo significa desechar lo malo, no solo es decir «no» a las muchas cosas que están mal, sino que también significa decirle «sí» a todo aquello que le haga bien a nuestra vida. El apóstol Pablo lo expresó de la siguiente manera: «Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo digno, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo honorable, si hay alguna virtud o algo que merece elogio, en esto mediten» (Fil 4:8).

Cuidar nuestras mentes no es una tarea fácil. Lo bueno es que Dios no espera que lo hagamos con nuestras propias fuerzas. Él nos ha dejado Su Espíritu, quien habita en nosotros y obra poderosamente en nuestro interior. El Espíritu Santo nos dirige para actuar como debiéramos y es el timón que conduce nuestra mente a toda verdad (Jn 14:16-17; 16:13). No estamos solos en la batalla por nuestros pensamientos. Hacemos lo que tenemos que hacer, pero lo hacemos con el poder del Espíritu, pues depositamos toda nuestra confianza en Su dirección y protección.

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