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El otro día prediqué de la oración y recibí un comentario útil de un miembro de la iglesia. Mencionó la forma en que el pecado le impide orar, y que con el tiempo, el sentimiento de culpa por el pecado hace que sea muy difícil hacerlo. 

Creo que eso es un problema en muchos de nosotros. Aquí están algunas ideas para navegar el camino de la oración a través de la niebla de la culpa.

Recuerda que el pecado te mantendrá lejos de la oración.

Así como el pecado contra los demás afecta nuestra relación con ellos, el pecado pone también una tensión en nuestra relación con Dios. Es una violación. Como Adán y Eva, que se escondieron de Dios con hojas de higuera, nos avergonzamos y ocultamos de la misma manera. Es posible que nos escondamos detrás de nuestros horarios, el trabajo, las responsabilidades familiares, el ocio, o incluso el ministerio, pero al final nos ocultamos. Por lo tanto, es importante ver que el pecado afecta nuestra relación con Dios. No orar siempre manifiesta el pecado y sus efectos. Nunca debemos estar satisfechos en quedarnos sin orar por largo tiempo, sino más bien reconocer por qué evitamos orar y poner manos a la obra para remediarlo.

Recuerda que la oración te guiará a salir del pecado.

Es irónico que la oración es en realidad el helicóptero que nos rescata de la cautividad del pecado. Es la única forma de salir. La oración da a conocer nuestra ubicación y posición y hace contacto con el equipo de búsqueda y rescate. Para salir del patrón en espiral causado por el pecado, hay que confesarlo y arrepentirse. 

Recordemos que cuando hacemos esto, Dios nos perdona (1 Jn. 1: 9). El pecado, en su núcleo, es orgullo. La oración, en su núcleo, es una expresión de humildad. La única forma de salir del pecado es humillarnos delante de Dios, abrazar la realidad, y pedir clemencia y gracia. Nuestro corazón es complicado y engañoso (Jer. 17:9). Nos decimos que no podemos orar porque no hemos estado orando. Nuestra carne se desencadena en contra de humillarnos delante de Dios en la oración. Aquí es donde hay que recordar la base de nuestro acceso.

Recuerda que nuestro acceso nunca se basa en nuestra impecabilidad, sino en la de Cristo.

Si la base de nuestro acceso a Dios en la oración fuera nuestra perfección, entonces el pecado personal nos mantendría lejos de Dios. Sin embargo, afortunadamente, así no es. Nuestro acceso a Dios no viene a través de nuestra impecabilidad, ¡sino a través de la de Cristo!

“Porque no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino Uno que ha sido tentado en todo como nosotros, pero sin pecado. Por tanto, acerquémonos con confianza al trono de la gracia para que recibamos misericordia, y hallemos gracia para la ayuda oportuna”, Hebreos 4:15-16.

No nos acercamos a Dios en oración recitando nuestras calificaciones para venir a Él. No saludamos a nuestro Padre celestial y luego le damos nuestro currículum diciendo, “Yo he hecho esto y aquello” (Lc. 18: 9). ¡Para nada! Nos acercamos a Dios en oración cubiertos en la justicia de Jesucristo. Venimos declarando su sangre y justicia. Su perfección está cosida a nuestra alma. Somos uno con Él y le imploramos como nuestro representante. Cuando oramos, venimos como pecadores cubiertos en la sangre de Cristo. Recordar la verdad del evangelio y predicarlo a nuestro corazón provocará que oremos, incluso en medio del pecado personal.

Recuerda que la oración es una expresión de fe, y es por la fe que nos aferramos al sacrificio expiatorio de Cristo.

¿Recuerdas la primera hora en la que creíste? ¿Cuál fue tu primera acción? ¿No fue una oración de fe y arrepentimiento? ¿No gritaste a Dios en fe, confesaste su nombre, y te arrepentiste de tu pecado? Ese es el camino a la ciudadanía en el reino de Cristo. La oración está ligada a nuestra fe en Cristo. La oración expresa nuestra fe. Por la fe nos aferramos a Cristo. Al igual que la mujer con la hemorragia sanguínea (Mar. 5), nos aferramos a las vestiduras de Cristo. La oración se parece a las mujeres que en la mañana de resurrección cayeron a los pies de Cristo y se aferraron a Él con temor y alegría (Mt. 28:9). 

En lugar de que el pecado nos impida llegar a Cristo, nos debe conducir a Él. 

Recuerda que la culpa se multiplica.

Lo terrible de vivir en un estado donde no oramos por culpa del pecado es la forma en que la situación se agrava. La culpa es peligrosa. Con el tiempo el agravo de la culpa, como la espesa humedad, nos hará adormecer e incluso sentirnos enfermos.

“Mientras callé mi pecado, mi cuerpo se consumió con mi gemir durante todo el día. Porque día y noche Tu mano pesaba sobre mí; mi vitalidad se desvanecía con el calor del verano”, Salmo 32:3-4. 

Necesitamos la brisa fresca del evangelio y la frescura del arrepentimiento para limpiar el sudor de nuestras frentes cansadas.

Reconocer la naturaleza corrosiva del pecado y la forma en que se come nuestra vida espiritual nos obliga a mantener cuentas cortas con Dios, y luchar contra las temporadas de culpa que vienen por la falta de oración. Bien se ha dicho, el pecado te alejará de la oración, y la oración te alejará de pecar. Pero también es cierto que la oración te sacará del pecado. A veces es un trabajo duro. Pero es un buen trabajo. Recuerda, nunca eres demasiado pecador como para orar, si tu oración es una de arrepentimiento. Cristo es poderoso para salvar, y su gracia es más grande que todos nuestros pecados.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Eri Miranda.
Imagen: Lightstock
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