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Salmos 119:65 – 122 y Hechos 16-17

“El Señor es tu guardador;
El Señor es tu sombra a tu mano derecha.
El sol no te herirá de día,
Ni la luna de noche”
(Sal. 121:5-6).

¿Qué nos depara el próximo mes de diciembre? Esta pregunta parece una introducción a una predicción astrológica. Frases como esa siempre me han sonado sumamente ingenuas porque pareciera como si tener un conocimiento certero del mañana fuera capaz de espantar o alentar nuestros males a su sola voluntad. Sí, sé que estoy equivocado, no es necesariamente el día o el mes por sí mismo el que puede realizar esto, sino más bien los planetas y las estrellas en una posición determinada… ¿no es cierto? ¡Pues por supuesto que no es cierto!

Nunca se tratará de la posición de los planetas, sus fuerzas magnéticas o místicas. Los cristianos creemos en la intervención soberana y poderosa de un Dios vivo que está por encima de las leyes naturales, los cielos y las estrellas. El salmista lo explica así: “Levantaré mis ojos a los montes; ¿De dónde vendrá mi ayuda? Mi ayuda viene del Señor, Que hizo los cielos y la tierra” (Sal. 121:1-2). El salmista no mira hacia arriba buscando encontrar el respaldo geográfico de los astros para lograr orden en la vida o el magnetismo de las estrellas para enderezar lo torcido de su existencia. Su visión trasciende las estrellas y ubica su mirada en el Creador soberano del cielo y la tierra, el Señor de su propia vida, el único que puede poner orden en el caos y enderezar lo que se haya torcido.

Un milenio después, el apóstol Pablo de una manera más elaborada trató de explicarle a los atenienses quién era ese Dios, quien tenía el universo y la historia en la palma de su mano: “El Dios que hizo el mundo y todo lo que en él hay, puesto que es Señor del cielo y de la tierra, no mora en templos hechos por manos de hombres, ni es servido por manos humanas, como si necesitara de algo, puesto que El da a todos vida y aliento y todas las cosas” (Hch. 17:24-25). Nuestra concepción cristiana de la realidad nos enseña que Dios no necesita de nada ni nadie, está sobre todas las cosas y se comunica con los seres humanos en su soberana voluntad sin más requerimiento o presión que la de su propia decisión.

Ahora bien, lo dicho suena interesante, pero es difícil hacerlo calzar en la dura realidad en la que vivimos. ¿Podré ver a Dios con solo alzar mis ojos? ¿Podrá acordarse de mí aquel que tiene el control y el dominio sobre el universo entero? El mundo y nuestras vidas son demasiado complejas. Dios es inmensamente grande, trascendente y sabio como para que nosotros podamos siquiera encontrar las huellas que va dejando en las vidas de los complicados seres humanos.

No hay duda que somos complejos y un verdadero revoltijo. Recuerdo, por ejemplo, que una conocida revista norteamericana contó de una persona que ganó la lotería en 1992. Kim Haggarty se detuvo en una tienda un día del mes de marzo y decidió comprar tres boletos de la lotería de Colorado. A los pocos días se enteró de que que había ganado 27 millones de dólares. Su vida cambió desde ese instante y para siempre.

Al mismo tiempo, la misma revista contó que al otro lado del mundo, en Sudán, un niño llamado Dominic Arou huía de su patria en la misma fecha tratando de salvar su vida. Él había visto morir a su familia y solo él pudo huir luego de un ataque militar a su villa. Dominic tuvo que recorrer más de 1500 kilómetros a pie, sin alimentos ni protección, solamente acompañado por otros niños tan indefensos como él. Lamentablemente, algunos de ellos murieron antes de llegar a un campamento de refugiados en Kenia. La vida de este niño sudanés también cambió dramáticamente después de esto, pero de una manera muy distinta a la de la joven norteamericana. ¡Tremendo contraste en las complejas vidas humanas!

Para complicar aún más la historia, podría afirmar con cierta propiedad que detrás de Kim y Dominic hay decenas de miles de compradores de boletos de lotería frustrados por un lado, y quizás decenas de miles de niños cuyos cuerpos quedaron regados en las selvas africanas, en el otro lado. Nos gusta mucho individualizar el drama o el éxito, pero la vida humana es diversa, compleja, y multitudinaria.

Al volver a leer el párrafo anterior descubro que he caído en mi propia trampa. He quedado tan perplejo ante la complejidad de la realidad, que me cuesta articular una respuesta ante tremendo dilema existencial. Como Pablo, solo puedo anunciar de manera amplia lo que el Señor hace y demanda: “De uno solo, Dios hizo todas las naciones del mundo para que habitaran sobre toda la superficie de la tierra, habiendo determinado sus tiempos y las fronteras de los lugares donde viven, para que buscaran a Dios, y de alguna manera, palpando, Lo hallen, aunque El no está lejos de ninguno de nosotros. Porque en El vivimos, nos movemos y existimos, así como algunos de los poetas de ustedes han dicho: ‘Porque también nosotros somos linaje Suyo” (Hch. 17:26-28).

De ese pasaje puedo inferir que Dios nos dio un origen común, nos ha creado iguales, que la tierra es para que todos la habitemos conjuntamente, que nuestra responsabilidad es buscar al creador que está más cerca de lo que imaginamos, y que este pensamiento es inherente y universal al alma humana.

La bendición de Dios no es que los astros se acoplen y nos favorezcan con bienestar o prosperidad.

Pero lo me deja perplejo, es que Pablo, con lenguaje poético, me dice que busque a Dios “palpando”. Palpar es buscar algo con las manos porque no podemos verlo por nuestra propia ceguera o por la más densa oscuridad. ¿Podrá un ciego encontrar a Dios palpando la oscuridad? Solo el Señor, que ve en medio del oscuridad, puede encontrar mis manos, tomarlas entre las suyas y permitir que su Luz me permita ver su rostro. ¿No es esa la bendición de Dios? La bendición de Dios no es que los astros se acoplen y nos favorezcan con bienestar o prosperidad. La bendición de Dios es que, en medio de la oscuridad y mi propia ceguera, “El SEÑOR haga resplandecer su rostro sobre ti, y tenga de ti misericordia; el SEÑOR alce sobre ti su rostro, y te de paz” (Nm. 6:25-26). Él es a quién busco cuando busco socorro y es el único que puede resolver la complejidad de mi desorden. Él es el único que nos ha amado lo suficiente para idear un plan eterno de liberación que se ha cumplido en Jesucristo, nuestro gran Salvador.

Los cristianos sabemos que tenemos a nuestra disposición la base fundamental de la voluntad de Dios en un Libro que el Señor ha preservado milagrosamente por milenios. Su testimonio es fiel, ya que el mismísimo creador de todas las cosas lo confeccionó. El salmista lo sabía y afirmaba mientras cantaba: “Lámpara es a mis pies Tu palabra, Y luz para mi camino… Afirma mis pasos en Tu palabra… Guardo Tus preceptos y Tus testimonios, Porque todos mis caminos están delante de Ti (Sal. 119:105,133a,168). La Palabra de Dios puede ejercer sobre nuestras vidas el efecto decisivo que nos permite vencer las vicisitudes más increíbles y complejas puedan arribar a nuestra existencia. Su eficacia está probada en todas las instancias de la vida humana, tanto para los momentos de triunfo y gloria, como para los de derrota y postración.

Puede que el próximo mes o hasta el día de mañana sean muy buenos para nosotros o sean completamente malos; eso es algo que no sabemos y ni aun los astros podrán revelarlos porque solo es del dominio de nuestro Dios soberano, omnisciente, omnipresente, y eterno. Pero lo que sí sabemos es que podremos tomar decisiones acerca del estilo y la forma en que deseamos vivir, y eso es de nuestra absoluta responsabilidad. Pero no se trata de una elección individualista, estética o basada en mi propia agenda valórica. Se trata de sujetarnos al patrón que el Señor ha establecido claramente en su Palabra. Como bien lo dijo Pablo en el mismo discurso en Atenas, “Por tanto, habiendo pasado por alto los tiempos de nuestra ignorancia, Dios declara ahora a todos los hombres, en todas partes, que se arrepientan, porque El ha establecido un día en el cual juzgará al mundo en justicia, por medio de un hombre que ha designado, habiendo presentado pruebas a todos los hombres al resucitarle de entre los muertos” (Hch. 17:30-31).

El Señor ha resuelto la complejidad humana en Jesucristo y su obra en la cruz, planteando una sola solución poderosa para todos nuestros incalculables males. Podemos ser complejos, diversos, y hasta sentirnos únicos, pero hay una sola forma para llegar a Dios y un solo modelo de vida que debemos imitar, la de nuestro Señor Jesucristo.

El Señor ha resuelto la complejidad humana en Jesucristo y su obra en la cruz, planteando una sola solución poderosa para todos nuestros males.

Nosotros somos criaturas, Él es el Creador. El Señor que ha decidido cuál será la distancia exacta entre la tierra y el sol, la inclinación precisa del eje de nuestro pequeño planeta azul y aun el color de las plumas de un pavo real, es el que ha decidido la manera en que debemos vivir, la única forma en que su corazón se agradará y su Nombre será glorificado. Por eso, una vez más, y sin saber lo que el futuro trae consigo, levanto una oración con las palabras del salmista para poder vivir una vida que, en medio de mi complejidad, tenga todos los elementos de vida en Jesucristo que le agraden a Él:

“Sostenme conforme a Tu promesa, para que viva,
Y no dejes que me avergüence de mi esperanza…
Que viva mi alma para alabarte,
Y que Tus ordenanzas me ayuden”
(Sal. 119:116,175).


Imagen: Lightstock.
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