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Serví en esa iglesia durante 7 años. Empecé con tanta emoción que era voluntaria en prácticamente todo. Seguramente tenía buenas intenciones, pero también atravesaba muchas situaciones difíciles en lo económico y en mi matrimonio. Se me hizo fácil refugiarme en la obra de la iglesia y dejar que el servicio definiera mi identidad.

Al no comprender el evangelio, mi corazón engañoso buscaba todo lo que me pusiera a mí en el centro. Me atrajeron las enseñanzas que se enfocaban en mí y mis circunstancias. Esto afectó prácticamente toda mi vida, pero el Señor tuvo misericordia de mí y me acercó a Él para que pudiera ver su hermosa obra a mi favor.

Víctima de mis circunstancias

Las falsas enseñanzas no son poca cosa, pues tienen repercusiones en cada área de nuestras vidas. Mi caso no fue la excepción.

En mi matrimonio, mi esposo era el malo y yo la víctima de su pecado, pues yo iba a la iglesia, servía, oraba, y ayunaba mientras que él no hacía nada de eso.

Si estaba lidiando con escasez económica, seguramente era que el diablo me estaba estorbando. Quizá el pecado de mi esposo traía pobreza, o como no diezmaba le robaba a Dios, o no declaraba prosperidad sobre “mi dinero”. Aprendí que como Dios, mi Padre, es el dueño del oro y de la plata, yo era una heredera con derecho a todo.

Recuerdo que una vez me dieron una oración escrita para pelear con el demonio “Leviatán”, el cual es el responsable de la escasez. Debía tomar una escoba y literalmente barrer la escasez fuera de mi hogar, decretando contra Leviatán y ordenándole que se fuera de mi casa y soltara mis finanzas.

Si mi familia no se convertía, era porque ellos no querían abrir las puertas a Dios. Yo debía orar más para derribar las vendas de ceguera, debía hacer actos proféticos (simulacros de lo que deseaba que pasara), y arrebatarlos de Satanás para dárselos a Dios.

En el ministerio, debía “subir de nivel” siempre, y buscar experiencias con Dios. Si eso no sucedía, debía levantarme a la hora correcta de las vigilias, pelear con Satanás porque él no deseaba que yo viera (en visiones) a Dios, y anhelar posiciones altas en el Espíritu.

Mi “fe activadora”

Por muchos años viví creyendo que yo debía recibir lo que quería, lo que entendía era justo, o lo que yo pensaba que merecía. Debía “activar” mi fe; llamar a las cosas como si fueran en el ámbito espiritual, decretar que mi esposo se “volvería cristiano”, que mis finanzas serían abundantes, que “mi” ministerio crecería en unción y número como recompensa de mi sufrimiento y mis batallas. Si no activaba mi fe (que era como creer en la misma fe), entonces las promesas y profecías personales no sucederían.

El pecado estaba allá afuera

Si yo no asistía a la iglesia ni me involucraba en el servicio dentro de ella, entonces estaba en pecado. Si no pertenecía a una célula o grupo en la iglesia, el diablo se aprovecharía para que me perdiera en el mundo.

Como pensaba que el pecado estaba afuera, entonces lo único que yo debía hacer era seguir los pasos para tener una conducta cristiana correcta y tener un léxico correcto (parir en el espíritu, dimensiones en el Espíritu, promociones en el Espíritu). Solo debía esforzarme más para alcanzar el estándar “perfecto” de una mujer cristiana.

El pecado era algo cometido contra mí; era algo que hacían los inconversos y por eso es que se comportaban como se comportaban. No debía andar con ellos porque me contaminarían con su vida pagana.

Todos mis “errores” eran demonios que debía echar fuera o comportamientos heredados por la línea de iniquidad de mi familia. Debía hacer una regresión (sanidad emocional) con una mujer con el don de profecía para que me mostrara dónde el diablo me tenía atada y poder dejar de cometer esos errores. Debía tener liberaciones para que mi conducta cambiara y el diablo me soltara de los diferentes espíritus inmundos que no me permitían dejar de comportarme de cierta manera o que estorbaban mis pensamientos.

Yo creía que el evangelio solo era una entrada al cielo tras repetir una oración. Yo tenía que continuar la obra en mi vida por mí misma, usando los dones, las habilidades, y el poder que Dios me había dado. Yo no era responsable de mi pecado, sino de comportarme correctamente. Debía hacer las cosas religiosas correctas porque solo así podría obtener recompensas en esta tierra, usualmente recompensas materiales o ministeriales.

Su gracia me acercó a Él

Dios, en su grande misericordia, me permitió escuchar un video del pastor Paul Washer acerca de la verdadera guerra espiritual. Ese video me llevó a escuchar al pastor Miguel Núñez hablar acerca de los ídolos y el corazón.

Comencé a leer libros completos de la Biblia por primera vez, 2 Pedro y Romanos. A través de estas dos cartas, Cristo se reveló a mi vida. Me reveló lo pecadora que yo soy. Me reveló mi inhabilidad para salvarme. Me reveló cuán inútil es intentar de mejorarme a mí misma. Dios me reveló mi gran necesidad de que Cristo no solo me salvara, sino que también fuera mi Señor.

Por primera vez tomé responsabilidad de mis pecados y entendí que la idolatría gobernaba mi corazón (Col. 3:5). Por primera vez me consideré verdaderamente una creyente hija de Dios, redimida, aceptada, perdonada completamente en Jesús y sellada por el Espíritu Santo que me guía, enseña, redarguye, y lleva a glorificar a Cristo en mi vida.

No somos víctimas; Cristo es el perfecto cordero que murió en nuestro lugar siendo completamente Dios, completamente hombre, y completamente santo para que nosotras, pecadoras tengamos su vida en nuestra cuenta.

No tenemos que activar nuestra fe, la fe es un don de Dios (Efesios 2:8-9). Nuestra fe crece a medida que leemos y meditamos en la Palabra de Dios. Todo lo que sucede en nuestra vida, incluso el sufrimiento, está bajo la total soberanía de Dios. Él usa nuestras circunstancias para moldearnos y disciplinarnos. También son oportunidades para confiar en el Señor, para verlo más a Él y descansar en su poder soberano.

Nuestro enfoque no es primordialmente tener una buena conducta moral. No se trata en primer lugar de ser más obedientes, sino de descansar en la obediencia perfecta y completa de Cristo (Fil. 2:5-10). Obedecemos en respuesta a lo que Cristo hizo, no por castigo ni buscando aceptación, porque en Cristo somos totalmente aceptados.

Aún somos pecadoras (1 Jn. 1:8). Todos los días necesitamos correr a la cruz para recordar que Cristo venció el poder del pecado en nuestro corazón y que somos libres (Gá. 5:1) para amarle, servirle, obedecerle, y conocerle. El pecado está dentro (Mt. 15:15-20) y es la condición que más atención requiere porque nos aleja de la comunión con el Señor. Debemos correr hacia Cristo en arrepentimiento porque hemos pecado, y saber que somos totalmente recibidas porque Él nos amó y conoció primero (1 Jn. 4:19).

No depende de nosotras, depende totalmente de Dios; no depende de nuestras obras, depende de la obra de Cristo. No se trata de estar sana siempre o de tener prosperidad económica siempre; si no tenemos a Cristo, estas cosas no tienen valor.

No necesitamos hacer y hacer para asegurarnos de que algo bueno pasará y que nuestras vidas cambiarán. Si crees en Cristo, lo mejor ya vino, lo mejor ya te pasó. Mientras vivamos en un mundo caído habrá sufrimiento, pero Dios nos garantiza en Cristo que no durará para siempre.

Amigas, necesitamos leer la Palabra de Dios con Cristo en el centro, para conocerle primeramente y ser enseñadas en la verdad del evangelio. Así veremos su santidad y nuestro pecado, y eso nos llevará a depender de Él cada día de nuestras vidas.

Prefiere a Cristo antes que todas las cosas del mundo. No importa cuán grande sea el sufrimiento y las circunstancias, si tienes a Cristo tienes todo lo que necesitas. Aunque haya tantas cosas “buenas” que deseamos, como tener un esposo, un empleo, o salud, incluso estas cosas no se comparan con tener a Cristo.

Esto es lo que yo no había entendido: Cristo es mejor que todo. En Él estoy completa para lidiar con el pecado, para soportar el sufrimiento y —aun en medio de todo eso— encontrar el gozo en Su evangelio.

¡Cristo es hermoso! ¡Cuánta dicha es conocer a Cristo!

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