¡Únete a nosotros en la misión de servir a la Iglesia hispana! Haz una donación hoy.

×
¡Únete a Coalición Lee!

Nos gusta pensar que la gente, en general, es gente buena. Que los niños llegan al mundo siendo perfectos y la sociedad es la que los arruina con su corrupción. Pero cualquier padre puede desmentir esta idea; nadie necesita enseñarle a un niño a desobedecer. Se nos olvida que la sociedad somos nosotros, niños “buenos” que crecen y hacen lo que quieren. La maldad que nos corrompe no viene desde afuera: surge de nuestros propios corazones.

A pesar de que toda persona ha sido hecha a imagen de Dios, esa imagen ha sido desfigurada gracias al pecado. Nuestro cuerpo, razón, emociones, y voluntad han sido corrompidos, y no podemos remediarlo por nosotros mismos. El hombre no solo es malo, sino que ama la maldad; el hombre no solo está separado de Dios, sino que odia a Dios.

“Si el hombre poseyera una naturaleza moralmente pura, entonces […] él amaría a un santo y justo Dios, lo apreciaría y obedecería Sus mandamientos. Sin embargo, el hombre caído posee una naturaleza moralmente corrupta, y su voluntad está inclinada a hacer actos moralmente corruptos. Él odia al santo y justo Dios, se aparta de Su verdad, y se rebela contra Sus mandamientos” (p. 122).

Esto nos pone en una situación problemática. Por un lado, nos da esperanza saber que existe un Dios santo que algún día hará justicia perfecta y corregirá todo lo que está mal con el mundo. Por otro lado, si somos sinceros nos daremos cuenta que lo que está mal con el mundo somos nosotros mismos.

Regalo inmerecido

Nosotros no podemos hacer nada para cambiar nuestra naturaleza moralmente corrupta, y Dios no puede negar su carácter santo y justo e ignorar nuestro pecado. Por eso fue necesario que Jesucristo viniera y llevara sobre sí toda nuestra culpabilidad, mientras su perfecta justicia era contada a nuestro favor. Somos salvos solo por la virtud y el mérito de Cristo, un regalo absolutamente inmerecido.

“Dios no nos declaró justos delante de Él  por causa de nosotros, sino a pesar de nosotros. Tampoco un valor inherente o mérito personal movió a Dios a salvarnos. ¡Fue gracia, y solo gracia!” (p. 155).

¿Qué entonces? Si hemos recibido ese regalo de salvación, no por nuestras obras o nuestra justicia sino por Cristo, ¿podemos vivir como siempre lo hicimos?

¡Por supuesto que no!

La gracia de Dios transforma por completo nuestras vidas. No solo nos otorga libertad de la condenación, sino que nos da un corazón nuevo cuyo deseo más grande es honrar a su Creador.

“Como cristianos, no debemos hacer cosas solo porque sean buenas o sensatas o porque conduzcan a una vida próspera. Debemos hacerlas por Cristo, porque Él derramó Su sangre por nuestras almas. Esta debe ser la gran motivación de la vida cristiana y la razón por la que busquemos conducirnos con reverencia durante nuestro peregrinaje terrenal” (p. 158).

El creyente busca cada día vivir en adoración por lo que ha sido hecho a su favor. Conforme más caminamos en la verdad de Dios, más nos damos cuenta del gran amor que Él ha tenido para con nosotros, y más agradecidos estaremos para vivir continuamente para Su gloria.

Recibe cada día los artículos, podcasts, y vídeos más recientes.
CARGAR MÁS
Cargando