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“En mis 17 años de seguir a Jesús”, escribe Cole Brown, “nunca me he encontrado con nadie que se identifique a sí mismo como legalista. Ni una vez. Y sin embargo, he escuchado incontables veces que alguien identifique a otros cristianos como legalistas”.

Si alguien te pregunta si eres una persona legalista, es probable que contestes con un rotundo no. Todo cristiano sabe que el legalismo es algo malo. Nos imaginamos a un fariseo de barba larga lavándose las manos muchas veces, evitando el más mínimo contacto con cosas (y personas) impuras, y separando sus especias con extremo cuidado para diezmarlas.

¡Nada que ver conmigo! El legalista es ese que dice que ir al cine es del diablo o que la música con batería no debería existir en la iglesia.

Sin embargo, si examinamos más de cerca el concepto de legalismo, nos daremos cuenta que caer en él es más fácil de lo que creemos; vayamos al cine o no, y sea cual sea la música que nos guste.

“Un legalista es cualquiera que se comporta como si pudiera ganarse la aprobación y el perdón de Dios a través del desempeño personal” (p.32).

Lo hice bien, me siento bien

Imagina que hoy has tenido un excelente día. Te levantaste temprano a leer la Biblia y orar, y hasta tiempo tuviste para preparar el desayuno a tu familia. El tráfico no te desesperó y cumpliste con todas tus responsabilidades laborales. ¡Hasta el evangelio compartiste con alguien de tu oficina! Seguramente te sientes muy bien, ¿no? Dios debe estar muy complacido contigo.

Pero, ¿qué tal cuando todo sale mal? La alarma sonó y tú ni te inmutaste. Sales corriendo y el tráfico te hace llegar una hora tarde al trabajo (e insultar a dos o tres personas que definitivamente no deberían tener licencia de conducir). Cuando tu compañero se acerca para hablar otra vez sobre sus problemas, no puedes evitar rodar los ojos. Llegas a casa derrotado; ni siquiera te atreves a abrir tu Biblia. Dios seguramente está diciendo: “¿Así quieres venir delante de mí?”.

¿Te suena familiar? Cuando pensamos así, hemos olvidado el evangelio. Nuestra posición delante de Dios no es determinada por lo bien que caminamos, sino por lo que Jesús ya ha hecho a nuestro favor. Por su justicia ya hemos sido hechos justos, una vez y para siempre.

“El error de un legalista […] es que sustituye la santificación por la justificación. […] El legalista permite que su desempeño en los deberes espirituales se convierta en su preocupación y fuente de orgullo de su justicia” (p. 42).

¿En qué te glorías? ¿En haber cumplido con todas las cosas que debes hacer o en que Jesús vivió perfectamente en tu lugar y murió por tus pecados?

Esto no significa que no nos disciplinamos para la piedad. Dios usa nuestros esfuerzos para santificarnos. Pero lo bien o lo mal que andemos hoy no determina el amor de Dios por nosotros. En Cristo, nada puede separarnos de ese amor (Ro. 8:39). Gracias al evangelio podemos esforzarnos y al mismo tiempo descansar. ¡No hay mejor forma de vivir!

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