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No es complicado encontrar a alguien que quiera ejercer autoridad. Algunos la prefieren sobre un escenario, otros con sus bolsillos llenos, y unos al ser admirados por su belleza o inteligencia. Sea como sea, todos tenemos el hambre de poder que caracterizó a nuestros primeros padres en Génesis 3. Todos queremos fuerza sin debilidad.

Pero ninguno de nosotros fue hecho para eso. La vida abundante a la que Jesús nos llama es una que lo imita a Él; una vida en la que la autoridad se combina con la vulnerabilidad. Aún más, si queremos seguir a nuestro Maestro, tendremos que, como Él, estar dispuestos a expresar la máxima vulnerabilidad: descender hasta la muerte por amor.

“Quien no esté preparado para descender al reino de los muertos —entregar toda la autoridad y asumir la máxima vulnerabilidad— casi con toda seguridad está siendo controlado por la idolatría” (loc. 1969).

Si no estamos preparados para soltar nuestra fortaleza, significa que nos estamos aferrando a ella como un ídolo. Y si Jesús no se aferró al ser igual a Dios, ¿por qué habríamos nosotros de aferrarnos a nuestra simple y humana autoridad? Para vernos florecer, Cristo bebió hasta la última gota de la copa de la ira de Dios. ¿Hasta dónde estamos nosotros dispuestos a llegar para ver florecer a nuestro prójimo?

“Cada uno de nosotros llegará al final de su vida, y el modo en el que enfocamos ese final puede darnos oportunidades para llegar a ser influyentes de maneras que nunca imaginemos, con formas que rompen el poder de los ídolos que tienen cautivas a nuestras comunidades” (loc. 2008).

Cómo ser vulnerables

“No nos falta autoridad. En Cristo tenemos toda la autoridad que necesitamos […] lo que nos falta, para llegar a ser a su semejanza [… es] una mayor vulnerabilidad” (loc. 2194-2203).

Si realmente queremos ser como Jesús, debemos imitarlo en su vulnerabilidad. En Fuertes y débiles, Andy Crouch explica varias maneras en las que continuamente podemos exponernos al riesgo de ser débiles. Prácticas tan sencillas como la confesión de pecados, el enfrentar problemas, delegar, la soledad, el silencio, y el ayuno, nos llevarán cada vez más hacia el florecimiento que Dios quiere para nosotros.

“Debería sernos tan natural como la respiración admitir las faltas y pedir perdón, siendo parte de la danza constante entre la autoridad y la vulnerabilidad que nos conduce a todos al florecimiento” (loc. 2033).

Todo esto de buscar ser vulnerables puede ponernos nerviosos. Pero, si lo pensamos bien, en Jesús no tenemos nada que perder. La victoria ya nos ha sido dada. Dios nos tiene en sus manos y nada puede arrebatarnos de ahí. Ningún riesgo que tomemos, incluso si nos lleva a la muerte, es demasiado para nuestro Señor. Él nos guarda y usará nuestra autoridad y vulnerabilidad para hacer florecer a aquellos que nos rodean.

“Si efectivamente Cristo ha resucitado –esta es la apuesta segura de la vida cristiana–, entonces no hay riesgo significativo que sea demasiado grande para la capacidad de rescate que Cristo tiene” (loc. 2265).

A final de cuentas, la vida abundante a la que Jesús nos llama no se trata de nosotros. Tu vida y la mía fueron hechas para mostrarle al mundo la gloria de nuestro asombroso Dios, quien siendo la máxima autoridad del universo, se mostró vulnerable por amor a pecadores que no merecían nada.

“Nuestra verdadera historia no está centrada en nosotros, sino en quien nos rescató” (loc. 2366).

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