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Seis cosas hay que el Señor odia,
Y siete son abominación para El:
Ojos soberbios, lengua mentirosa,
Manos que derraman sangre inocente,
Un corazón que trama planes perversos,
Pies que corren rápidamente hacia el mal,
Un testigo falso que dice mentiras,
Y el que siembra discordia entre hermanos.
(Prov. 6:16-19)

Siempre es sorprendente hacer un pequeño análisis de lo que la cartelera cinematográfica trae consigo con el inicio del año. Al ver las producciones uno tiene una idea de lo que constituyen los temores o los ideales del mundo contemporáneo. Recuerdo, por ejemplo, con claridad, como muchos expertos supusieron que después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, los guiones pasarían de la acostumbrada violencia y destrucción, a un poco más de verdadera y sana entretención. Sin embargo, eso no pasó y las cosas no han cambiado con el paso del tiempo.

Como ejemplo, les cuento la trama de un par de ellas que de seguro ustedes reconocerán casi inmediatamente. En la primera, un hombre rescatado de las aguas del Mediterráneo despierta después de haber estado en coma profundo, descubre que ha recibido varios disparos y que tiene un microfilm en el cuerpo. El problema es que no tiene idea de su identidad. Pronto, él viene a ser el blanco de terroristas internacionales, mientras busca desesperadamente saber quién es. En la segunda, después de que un arma nuclear cae en las manos de delincuentes del Tercer Mundo, la humanidad se encuentra a las puertas de una catástrofe. Los bandidos intentan hacer detonar la bomba en los Estados Unidos para acusar a Rusia de la destrucción, y generar una guerra que destruya ambos países. La verdad es que no sé cómo es que nos “entretenemos” con esas historias.

Me pregunto: ¿De dónde sacan material los guionistas para sus historias? ¿Cómo pueden imaginar que una historia de destrucción, venganza, y muerte puede llamar la atención? ¿Necesito encerrarme en una sala oscura para seguir viendo como nos eliminamos? ¿No será que secretamente amamos la violencia y la destrucción por sobre la paz y la armonía? La frase “La realidad supera a la ficción” podría sonar a cliché en nuestros tiempos modernos porque, en realidad, no es necesario ir al cine para encontrarnos cara a cara con la violencia, el derramamiento de sangre inocente, o el temor del daño que el ser humano puede hacerle a otros congéneres.

En el pasaje bíblico del encabezado, encontramos un apretado resumen de las cosas que nuestro Dios odia y abomina porque los considera perjudiciales y malignas. Al examinar las palabras nos damos cuenta que se trata del uso equivocado que el ser humano puede darle a sus acciones a través de los instrumentos que el Señor mismo le entregó para provecho y no para destrucción. Al final, se trata de lo mismo que muestran las películas. Se trata de convertir en arte y entretenimiento el lado oscuro del alma humana.

Si trato de hallar la contraparte positiva del pasaje, entonces puedo entender que el plan original del Señor era darme ojos para mirar con compasión a los demás; me ha dado manos para ayudar a que otros vivan; me ha dado una lengua para que manifieste la verdad; me ha dado un corazón que pueda inspirar el bien; me ha dado pies para poder alcanzar a los necesitados; me ha dado conciencia para que juzgue con justo juicio, y me ha puesto en comunidad para colaborar en la búsqueda de unidad.

Lamentablemente, por causa de la entrada del pecado y la caída, nuestros ojos, manos, lengua, corazón, pies, conciencia y comunidad ya no son operados para ser de bendición constructiva, sino que son instrumentos de destrucción y maldad. Esa es nuestra tendencia que está tan bien representada de forma recurrente en las películas y que tanto nos entretiene.

El aborrecimiento manifiesto de Dios no es simple “moralina” o religiosidad. El recuento que Dios hace es el diagnóstico rápido de algunas de las más horrendas enfermedades del alma: la soberbia (que hace desaparecer a los demás), el egoísmo (que acaba con el amor por los que nos rodean), la hipocresía (que carcome la verdad y no permite que seamos conocidos), la deslealtad (que se alimenta al quebrar el respeto por los demás). En realidad, estos males son los efectos degenerativos del pecado en los diferentes instrumentos de nuestras vidas. Estos males son contagiosos, dañan a los que nos rodean y causan insensibilidad, luego la soledad, impiden la convivencia, anulan la fraternidad, siendo su fin la misma muerte.

El vivir conforme a lo que Dios ha planeado para nosotros sigue siendo una tarea imposible que solo se podrá vivir después de haber experimentado la obra transformadora del Espíritu Santo, producto de que el Señor abrió nuestros ojos al sacrificio de Jesucristo al morir justamente por los pecados mencionados. El transformar nuestros ojos, manos, lengua, corazón, pies, conciencia y comunidad es algo que el apóstol Pablo reconoce como resultados del arrepentimiento y el volvernos a Dios, que trae consigo el hacer “… obras dignas de arrepentimiento” (Hch. 26:20b).

Una vez leí que el 90% de los sabios de todos los tiempos están viviendo en nuestro tiempo. Sin embargo, todo ese conocimiento y esa sabiduría hasta ahora no ha podido lidiar ni erradicar esos ojos soberbios, lenguas mentirosas, manos derramadoras de sangre, corazones que maquinan maldades, pies que se apresuran al mal, conciencias embotadas y la permanente actitud de discordia mutua. Quizás estos “sabios” contemporáneos se han olvidado de los mandamientos antiguos y del plan de redención orquestado desde la eternidad por nuestro Soberano Dios.

La sabiduría divina no tiene punto de comparación con la sabiduría humana. Su origen está en el corazón de Dios e involucra toda la creación y su funcionamiento desde sus mismos orígenes, “El SEÑOR me poseyó al principio de su camino, antes de sus obras de tiempos pasados. Desde la eternidad fui establecida, desde el principio, desde los orígenes de la tierra… Cuando estableció los cielos, allí estaba yo… cuando el mar puso sus límites… cuando señaló los cimientos de la tierra, yo estaba junto a Él, como arquitecto…” (Prov. 8:22-23,27a,29a,30a).

Los cristianos ya no queremos celebrar la muerte, el mero materialismo y la oscuridad, sino celebrar que hemos encontrado la vida y hemos alcanzado el favor del Señor

La persona que ha tenido un encuentro con el Señor es responsable ahora de buscar la sabiduría divina para empezar a darle el uso establecido por el creador a nuestros ojos, manos, lengua, corazón, pies, conciencia y sentido de comunidad. Para poder hacerlo, tenemos que ponernos a cuenta con el Señor y dejar nuestra propia sabiduría humana caída, destructiva y violenta y seguir el consejo del Señor, quien nos dice, “Ahora pues, hijos, escúchenme, porque bienaventurados son los que guardan mis caminos. Escuchen la instrucción y sean sabios, y no la desprecien. Bienaventurado el hombre que me escucha, velando a mis puertas día a día… Porque el que me halla, halla la vida y alcanza el favor del SEÑOR. Pero el que peca contra mí, a sí mismo se daña; todos los que me odian, aman la muerte” (Prov. 8:32-36).

Seguiremos viviendo y entreteniéndonos con guiones de mundanalidad, destrucción y muerte si es que no seguimos, de una vez por todas, el manual del fabricante. Los cristianos ya no queremos celebrar la muerte, el mero materialismo y la oscuridad, sino celebrar que hemos encontrado la vida y hemos alcanzado el favor del Señor, viviendo vidas que glorifiquen su nombre, “porque mejor es la sabiduría que las joyas, y todas las cosas deseables no pueden compararse con ella” (Prov. 8:11).

Finalmente, ahora puedo entender claramente por qué Pablo cuando estaba disertando delante del rey Agripa y toda su corte, pudo decirle directamente al rey, “… Quisiera Dios que, ya fuera en poco tiempo o en mucho, no solo tú, sino también los que hoy me oyen, llegaran a ser tal como yo soy, a excepción de estas cadenas” (Hch. 27:29).

¿Cómo Pablo, estando preso ya varios años, sin posesiones materiales, odiado por su pueblo, sin seguridad del futuro o de su liberación, podría desear que un rey pueda llegar a ser como él? La respuesta ya la hemos dado y Pablo la conocía por experiencia propia. El libro de Proverbios nos los vuelve a explicar para que no lo olvidemos, “Yo, la sabiduría, habito con la prudencia, y he hallado conocimiento y discreción… Conmigo están las riquezas y el honor, la fortuna duradera y la justicia. Mi fruto es mejor que el oro, que el oro puro. Y mi ganancia es mejor que la plata escogida” (Prov. 8:12,18-19).

No busquemos vivir nuestras vidas como un guión oscuro y violento de Hollywood al estilo del mundo sin Dios, sino con la sabiduría que ha acompañado al Señor y que produce vida abundante.

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