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Me preguntó si yo era el pastor Otto Sánchez y con toda naturalidad le respondí que sí. Así iniciamos una conversación telefónica que recordaré toda mi vida, no solo por lo que hablamos, sino por todo lo que ocurrió después. 

La llamada era de un pastor de Estados Unidos para informarme que su cuñado estaba viviendo en Santo Domingo, y me pedía si existía la manera de prestarle algún tipo de asistencia, pues se encontraba gravemente enfermo y sin su familia. Después de escucharlo detenidamente por casi una hora, le respondí que sí, sin ningún tipo de dilación. Terminamos la conversación orando y yo asumí el compromiso de buscar a una persona que no conocía y sin saber realmente lo que me esperaba.

Una búsqueda de amor

Desde que llegó al país, el hombre se había entregado a la vida de las juergas, las trasnoches de bohemia y los desenfrenos insaciables de la carne. Muchas amistades fáciles pero catastróficas, coro de borrachos con almas desafinadas, amores pasajeros que lo abandonaban en la primera parada donde hubiera una oferta mejor. Su rutina no era predecible; podía comenzar la tarde en una riña de gallos, temprano en la noche en un casino, la madrugada en un bar de barrio y sorprenderle el sol en la carretera rumbo a la playa.

Su vida iba a una velocidad infranqueable. Era como si quisiera escapar de algo; quizás del sentido de justicia que lo perseguía sin tregua o de hienas risueñas sedientas de almas. Un día, su cuerpo decidió cobrarle venganza. Sus órganos comenzaron a pasarle factura de todo lo que hizo y nunca debió hacer.

El servicio amoroso nace cuando Dios derrama Su amor en nuestros corazones

No le valieron los rezos, no fueron eficaces las invocaciones de los chamanes que quedaron más roncos que los profetas de Baal. De nada valieron los santeros iniciados en palo mayombe, ni los gurúes a los que imploraba. Aunque tenía mucha fe, todo fue en vano porque esperó demasiado de aquellos que no podían darle nada. Buscó allí y acá; miró por todos lados pero no encontró a nadie. Sin dinero, era natural que también se quedase sin amigos ni nadie que lo consuele. 

Formé un equipo de personas para que me asistan en la búsqueda. Hicimos muchas llamadas, visitas a distintos hospitales y a la policía, todo con resultados negativos durante el primer día. El segundo día transcurrió igual y así el tercero. Lo buscamos por su nombre y por las descripciones que teníamos: Meregildo Beriguete Morgado, cinco pies y nueve pulgadas de estatura, tez blanca y doscientas treinta libras de peso; de personalidad alegre y parlanchín. 

Al cuarto día recibimos una llamada; apareció Meregildo. Fuimos a buscarlo al hospital donde estaba; sin embargo, de la descripción que teníamos solo le quedaba el nombre y quizás la estatura, aunque nunca lo pude ver de pie. Me presenté como pastor que venía de parte de su familia y le pregunté cómo se sentía. Le aseguramos que lo sacaríamos del hospital para llevarlo a una casa en donde estuviera más tranquilo, limpio y seguro, en un ambiente de paz y amor. Su respuesta fue el llanto. Tal como le dijimos, lo hicimos.

Lo llevamos a casa de Belkys, una hermana muy abnegada y sufrida, dispuesta a servir hasta los límites del sacrificio. Con una neumonía severa producto de ser VIH positivo, todos estábamos preparados para acompañarlo en ese último tramo de su vida.

De uno o dos días que, según los médicos, le quedaban de vida, ya había pasado más de una semana. Recuperó las energías y aquel hombre extrovertido emergió nuevamente. En una de esas noches interminables preguntó por qué hacíamos esto por él sin conocerlo. La respuesta fue: porque Cristo lo amaba y nosotros también, y que Dios nos llamó para servir y mostrar Su amor por medio de nuestras acciones. 

Los diques de su corazón se rompieron y sus lágrimas comenzaron a brotar a borbotones. Le explicamos el evangelio y, entre risas y llantos, le pidió perdón al Señor. Murió con una paz que sobrepasa todo entendimiento.

Los charros del cementerio

El funeral fue un martes por la mañana y solo pudimos asistir su hija, tres hermanos de la iglesia y yo. Aparecieron en la funeraria amigos y conocidos con los que «el rey de la fiesta» no pudo contar en su lecho de muerte. El ambiente era sobrio pero nosotros estábamos felices, tranquilos y satisfechos por el privilegio de darle a un desconocido lo que Dios tenía preparado para él desde la eternidad.

Llegamos al cementerio con la calma de un funeral. Allí di una exhortación breve a la modesta audiencia que me escuchaba. Hablé de la esperanza que tenemos en Cristo y de la serenidad que nos da en momentos como esos. La tranquilidad fue interrumpida por dos individuos vestidos de charros que se abrían paso entre los arbustos.

Muchos desconocidos se entrecruzan en nuestro camino, dándonos el privilegio y la oportunidad de servirles y mostrarles amor

Llegaron hasta nosotros vestidos de negro y con botones brillantes. Nos contaron que la agrupación de mariachis a la que pertenecían se enteró de la muerte de uno de sus mejores clientes y que salieron a buscar desde temprano en la mañana dónde lo iban a sepultar. Meregildo, más que un cliente, fue un amigo y estaban allí para despedir su cuerpo.

El resto de los integrantes de la banda se habían quedado rezagados a medida que la búsqueda se prolongaba por los distintos cementerios de la ciudad. Pero ellos estaban allí y tocaron con el alma; su llanto de dolor se confundía con el sudor bajo el sol inclemente del verano. Cantaron y tocaron, uno recostado sobre el guitarrón y el otro colgado de la estridente trompeta. Aquel modesto concierto se vio interrumpido varias veces por los gemidos incontrolables del corazón.

Mi corta predicación había terminado cuando llegó el dúo de mariachis, pero la comencé de nuevo, impactado por la fidelidad de aquellos hombres. Les hablé de la fidelidad de Dios y de Su entendimiento del dolor por la pérdida de alguien amado. En fin, les compartí el evangelio. 

Terminé y allí nos quedamos en silencio por un tiempo, envueltos y embelesados por el ruido de los rasgueos de un sepulturero anónimo que cumplía con su oficio luctuoso. No nos importó el calor, ni tampoco los demás compromisos de la agenda.

Los charros se fueron por donde llegaron y se perdieron entre cruces y malezas. Nosotros regresamos con el recuerdo de aquel drama que todavía canta en los pasillos de la memoria. 

Esta historia es un retrato de la vida humana: de quienes quieren escapar y no pueden; de los que alegran a otros menos a ellos mismos; de los que estuvieron acompañados mientras transitaban por los bulevares de la abundancia, pero tienen que caminar solos en los tramos escabrosos. También es una historia de sacrificio y solidaridad que nos recuerda que el servicio amoroso nace cuando Dios derrama Su amor en nuestros corazones. 

Muchos desconocidos se entrecruzan en nuestro camino, dándonos el privilegio y la oportunidad de servirles y mostrarles amor. No sé dónde están los del guitarrón y la trompeta, pero sé que Dios los puso allí para que les hablemos de Su amor y de Su hijo.

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