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Lamentaciones 3-5 y 1 Timoteo 3-4

“El Señor nos ha rechazado, pero no será para siempre.
Nos hace sufrir, pero también nos compadece, porque es muy grande su amor.
El Señor nos hiere y nos aflige, pero no porque sea de su agrado”
(Lamentaciones 3:32-33 NVI).

El francés Christophe Rocancourt escribió hace años uno de los libros más vendidos en Francia. Hollywood incluso quiso producir una película sobre su vida. El libro trata sobre la forma en que pudo llegar a gozar de un estimado de más de 60 millones de dólares que nunca los ganó o le pertenecieron, y por los cuales estuvo preso en Canadá y hasta con un proceso de extradición a Estados Unidos. Este hombre hizo creer a cada una de las personas que tuvieron la desdicha de cruzarse su camino, que él era desde un corredor de fórmula uno, hasta un productor cinematográfico, industrial, pariente de magnates, o un noble europeo.

Rocancourt se hospedaba en hoteles de lujo, se vestía con los trajes más caros, y ostentaba un nivel de vida que solo los millonarios podrían gozar. Pero, ¿cómo podía costearse todos estos lujos? Pues, simplemente luego de conquistar con su carisma a la gente que se proponía conocer, lograba que la gente confiara en él para luego pedirles prestado dinero, propiedades, y hasta autos que jamás devolvía. Él firmaba cheques por la inicial de las propiedades que usaba y nunca las cancelaba. Con el cuento viejo de “se me olvidó la billetera en la casa”, usaba las tarjetas de crédito de sus amigos gastando cifras astronómicas. Después de exprimir a los incautos que se consideraban sus amigos, emprendía una feliz retirada y nadie volvía a saber de él. El día en que fue detenido se le encontró cerca de 16,000 dólares en efectivo, un Rolex (regalo de uno de sus ilusos “amigos”) y una computadora personal.

Durante el juicio, él dijo en una entrevista que no pediría disculpas porque consideraba que la gente a la que había estafado no merecía llamarse gente de negocios debido a las torpezas que cometieron con él. En su libro trató de justificar algo de su pasado diciendo que es hijo de una prostituta y un padre alcohólico que murió congelado en la banca de un parque. Sin embargo, Rocancourt es simplemente un lobo feroz en busca de caperucitas débiles e indefensas a las que devorar. Pero también está más que claro en sus memorias que sus mismas víctimas caían rendidas a sus pies por la codicia que nacía en ellas ante las aparentes riquezas que Rocancourt decía poseer. Por lo tanto, las caperucitas de nuestro cuento no eran tan débiles ni tan indefensas como parecían, sino que también escondían grandes dientes con los que podían “comer mejor”.

En todas las tramas de los cuentos siempre debe existir un lobo y una víctima que permita el doble juego de los “buenos” y los “malos”. Pero, ¿qué pasa cuando todos se hacen pasar por caperucitas y parece que los lobos no existen? Ahora que ya no hay lobos, “¿a quién podremos culpar?”, se pueden preguntas las personas. Pues, a nadie, pero eso ya no importa porque en los nuevos cuentos posmodernos ya no hay necesidad de juicio, y sin justicia ya no se necesitan inocentes ni culpables. Todos terminamos siendo pobres caperucitas, víctimas de las circunstancias y sufriendo por las circunstancias adversas.

Por ejemplo: “Aquel hombre murió de SIDA por no escoger bien a sus parejas sexuales… pobrecito, deseaba con tanta desesperación que lo amen”. “Mató a tres por manejar ebrio… pobrecito, fueron solo unos tragos de más, estaba celebrando su ascenso”. “Se realizó un aborto… pobrecita, sus padres no la apoyaron lo suficiente”. “Le pegó a su mujer hasta dejarla inconsciente… pobrecito, es que las presiones laborales lo tienen fuera de sí”. “Está internado por una sobredosis de droga… pobrecito, solo estaba tratando de evadir su triste realidad”. “Descubrieron que tiene un amante… pobrecita, su esposo la tiene tan abandonada”. Puedes continuar la lista de ejemplos por ti mismo. Ciertamente, todos los casos que he querido ejemplificar son dramas humanos que nos causan una profunda tristeza. Sabemos que los cristianos somos llamados a mostrar misericordia hacia los demás, pero eso no significa negar la responsabilidad que las personas pudieran tener en muchas de sus desgracias. La compasión no excluye la justicia. Ambas deben tomarse de la mano para encontrar un verdadero equilibrio y una solución real.

No podemos ni debemos renunciar a una espiritualidad y ética bíblica, pertinente, y trascendente.

Existen nefastas consecuencias cuando los hombres y las mujeres pierden la capacidad de juicio porque, al perder el discernimiento, ellos mismos y la sociedad entera se relativiza y pierde la brújula. Todos sus principios fundamentales se vuelven volátiles, efímeros, y se convierten en buenos deseos sin mayor efectividad. Por ejemplo, veo con terror cómo la moral estadística (“es bueno porque todos lo hacen”) se va adueñando cada día más de la verdad y la va deshaciendo a su gusto. Antes, el mal de muchos era el consuelo de los tontos. Ahora es estar a la moda (¡pobre el que no está a la moda!). En el mismo sentido, ya no son importantes los deberes. Ahora basta con reclamar los derechos y ¡pobre el que desconozca los míos!

Los cristianos no somos ajenos a estas tremendas influencias culturales. Somos parte de la sociedad, y no podemos darle la espalda a la realidad. Hoy más que nunca debemos tener una profunda capacidad reflexiva con respecto a los tiempos que estamos viviendo porque es en medio de los tiempos difíciles en donde se agudizan los sentidos ante la búsqueda de lo que realmente vale la pena. Es nuestro deber descubrir al “lobo” que llevamos dentro, y no dejarnos engañar por la apariencia dulce de los falsos “caperucitas”.

En sus Lamentaciones, Jeremías invita a los judíos a que se observen en medio de su devastación y realicen un autoexamen que les permita evaluar quiénes son ellos en realidad. Él dice: “Hagamos un examen de conciencia y volvamos al camino del SEÑOR. Elevemos al Dios de los cielos nuestro corazón y nuestra manos” (Lm. 3:40-41 NVI). No podemos ni debemos renunciar a una espiritualidad y ética bíblica, pertinente, y trascendente que informe nuestras conciencias con la verdad eterna e inmutable.

Además, si observamos ese pasaje con detenimiento, veremos que esto no se trata solo de un asunto meramente moral, sino más bien de una relación personal y vital con el Señor. Nuestro Dios es el único que puede cambiar nuestro corazón envilecido. De allí que, al igual que Jeremías, nosotros podríamos expresar con confianza: “El gran amor del SEÑOR nunca se acaba, y su compasión jamás se agota. Cada mañana se renuevan sus bondades; ¡muy grande es su fidelidad!” (Lm. 3:22-23 NVI).

La gran virtud del amor infinito de nuestro Dios es que no es ciego, sino que es un amor que nos ve tal como somos y nos conoce hasta lo más profundo de nuestro ser. Por eso el Señor siempre irá directamente a la búsqueda de la transformación del corazón. Debemos cuidarnos de todo aquello que trivializa ese obrar de Dios, como, por ejemplo, una religiosidad barata que nos obliga a regalarles caperuzas rojas a todos los lobos que encontremos en el camino solo para que se “sientan bien”.

Al buscar a Dios con perseverancia, estamos encontrando la razón de ser de todas las cosas.

Ya Jeremías lo había advertido: “Cuando se aplasta bajo el pie a todos los prisioneros de la tierra, cuando en presencia del Altísimo se le niegan al hombre sus derechos y no se le hace justicia, ¿el Señor no se da cuenta?” (Lm. 3:34-36 NVI). El amor, como hemos dicho tantas veces, nos debe impulsar a actuar con justicia porque ella es la base en donde el amor se sostiene y desde allí puede fructificar. Pero nada será posible mientras no estemos muy cerca del Señor, ya que solo Él y su Palabra pueden hacer que esta tarea pendiente se concretice. De nuestro corazón debe salir una oración como la de Jeremías, “Permítenos volver a ti, SEÑOR, y volveremos; devuélvenos la gloria de antaño” (Lm. 5:21 NVI).

Las formas en que podemos hacer justicia son variadas y de seguro existen a nuestro alrededor infinidad de ejemplos que podemos seguir, instituciones a las que podemos apoyar, y causas que podemos abrazar. Sin embargo, mi preocupación en esta reflexión es poder ir al punto anterior y básico antes de emprender el trabajo por la justicia. ¿Cómo podemos permanecer en una buena y estable relación con el Señor? Pues la respuesta está en un profundo entrenamiento en la piedad. De hecho, desarrollar la piedad fue el consejo principal que Pablo le dio a su querido Timoteo: “ejercítate en la piedad, pues aunque el ejercicio físico trae consigo algún provecho, la piedad es útil para todo, ya que incluye una promesa no solo para la vida presente sino también para la venidera” (1 Ti. 4:7b-8 NVI).

Es posible que la palabra “piedad” te suene anticuada. La podríamos definir como la devoción a Dios y sus cosas. La verdad es que esa definición no ayuda mucho porque “devoción” tampoco es una palabra muy usada en nuestros días. La podríamos definir como la actitud que privilegia la atención de las cosas espirituales; es tener una profunda intención voluntaria por buscar y amar a Dios. Y ahora podemos saber por qué no son palabras muy conocidas. La cultura contemporánea, los medios de comunicación, y las redes sociales promueven un prejuicio hacia el cristianismo que nos hace creer que las cosas espirituales son triviales, hipócritas, sin afecto ni significado. Por el contrario, Pablo entiende la piedad y la devoción como útiles para todos los aspectos de la vida.

Al buscar a Dios con perseverancia, estamos encontrando la razón de ser de todas las cosas. Es infructuoso tratar de encontrarle sentido a las cosas sin Dios, quién es sustentador del universo mismo. Debemos ejercitar la piedad, esa búsqueda persistente de Dios, como cualquier deportista practica una y otra vez su disciplina hasta conseguir la excelencia. Buscar a Dios es un ejercicio provechoso, que se perfecciona con la práctica, tanto y más que cualquier deporte porque “… incluye una promesa no solo para la vida presente sino también para la venidera”.

Todo lo hermoso y noble del ser humano solo puede ser potenciado por la presencia de Dios, no solo en la vida futura, sino en la presente.

En el mismo sentido, la vida sin Dios es vana, materialista, y fatalista, ya que desde una perspectiva meramente humana se puede concluir que toda la vida es puramente casual y que todo esfuerzo no es recompensado más que con un ataúd al final de los días. Todo lo hermoso y noble del ser humano solo puede ser potenciado por la presencia de Dios, no solo en la vida futura, sino en la presente. Con una vida piadosa nuestros pies no se desprenden del suelo, pero sí puede trascender hasta el cielo. La devoción no me tira a una cárcel monástica, sino que me da la entereza para enfrentar las presiones de la vida. También me da la visión de Dios que necesito para usar mi vida conforme al modelo con que Dios la estableció.

¿Con que nos ejercitamos para la piedad? El “Piedad Gym” nos da algunas sugerencias: Tiempo diario de meditación en la Palabra de Dios, oración constante, asistencia permanente y activa en la iglesia, servicio consagrado y sacrificado, ayunos y vigilias frecuentes, alabanza y adoración vibrante. Si practicamos esto siempre, tendremos una salud y vigor espiritual que glorifique al Señor. Pablo testificó de sus excelentes resultados: “En efecto, si trabajamos y nos esforzamos es porque hemos puesto nuestra esperanza en el Dios viviente, que es el salvador de todos, especialmente de los que creen… Sé diligente en estos asuntos; entrégate de lleno a ellos, de modo que todos puedan ver que estás progresando” (1 Ti. 4:10,15 NVI).

Una advertencia final: no tratemos de practicar estos ejercicios sin la presencia del Señor, el “coach” que necesitamos, porque entonces podemos terminar con “religiositis” (una obstrucción del alma, cuyos daños muchas veces no tienen cura). No obstante, lo bueno es que el Coach, aunque tiene algunos asistentes, prefiere tener un trato personal con cada uno de los que se le acercan y se disponen a hacer lo que Él demanda. Finalmente, no se trata de vestirnos como caperucitas u ocultar nuestros instintos de lobo hambriento. Lo importante es saber que todos los que estamos en Cristo somos nuevas criaturas, transformadas por el poder de la resurrección de Cristo, la presencia y dirección del Espíritu Santo, y la limpieza única que solo la sangre derramada en la cruz del calvario puede proveer.


Imagen: Lightstock.
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