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Joel – Judas

“La vid se marchitó;  languideció la higuera;
Se marchitaron los granados, las palmeras y los manzanos,
¡todos los árboles del campo!
¡Y hasta la alegría de la gente terminó por marchitarse!”
(Joel 1:12 NVI).

Ahora que ya estamos en octubre, notamos que cuando se acerca el fin de año siempre empezamos a pensar en fijarnos metas, renovar esperanzas, y sentir que las cosas pueden cambiar el próximo año, dejando los malos momentos en el pasado.

Algunos especialistas han señalado que la necesidad de un nuevo año no solo es producto del cambio de estaciones, sino también, de una necesidad psicológica de renovación interior. Después de un período de tiempo siempre necesitamos darnos un respiro renovador, aunque éste sea meramente mental. Leía por allí que los chinos de la antigüedad celebraban con mucho ruido el nacimiento de un nuevo año con la intención de ahuyentar a los malos espíritus del año que iba terminando. Lamentablemente, podemos engañarnos al creer que solo se necesita “a Happy New Year” y unos buenos fuegos artificiales para lograr que las cosas sean diferentes a partir de ese momento. En realidad, para intentar cambiar las circunstancias, yo soy el que debo cambiar primero.

Recuerdo con claridad lo que Gabriel García Márquez dijo en París justo antes de que empezara el nuevo milenio: “No esperen nada del siglo que viene; es el siglo 21 el que tiene expectativas de ustedes”. Creo, sinceramente, que más que expectativas, el tercer milenio ya debe estar muerto de miedo con todo lo que hemos podido hacer con él en tan corto tiempo. Bueno, seguro que muchas expectativas no tenía, porque en realidad nuestro currículum deja mucho que desear. Si no lo creen así, basta con que nos hagamos unas cuantas preguntitas: ¿Cuántas especies, que hasta hace pocos años poblaban abundantemente algunas regiones del planeta, no existen hoy? ¿Cuántas guerras, revoluciones, y muertes ha sabido el ser humano concretar solo en el último milenio? ¿Cuántos hombres, mujeres, ancianos, y niños siguen viviendo como si no estuviéramos en el mismo milenio, producto de las desigualdades sociales, económicas, y políticas que hemos creado?

No, no podemos hacer desaparecer nuestros amplios y antiguos antecedentes como quien tira un calendario antiguo. Yo creo que una actitud correcta sería realizar una profunda reflexión acerca del uso que hicimos del último milenio y de los excesos que ya vamos cometiendo en el nuevo. Sinceramente, antes de felicitarnos por “todo lo bueno” que en algunas materias hemos logrado, deberíamos arrepentirnos y pedir perdón (como raza humana y como personas en particular) por los pecados y horrores que voluntariamente hemos cometido.

Más que una fiesta esperanzada por lo que viene, es necesario un acto de profundo arrepentimiento por lo que fue. Ese era el mensaje de Joel al pueblo: “‘Ahora bien – afirma el SEÑOR -, vuélvanse a mí de todo corazón, con ayunos, llantos y lamentos’. Rásguense el corazón y no las vestiduras. Vuélvanse al SEÑOR su Dios, porque él es bondadoso y compasivo, lento para la ira y lleno de amor” (Jl. 2:12-13 NVI).

Nunca hagamos un pedido nuevo sin haber cancelado las cuentas antiguas. No hagamos nuevos planes, sin haber dado por concluidos los antiguos. Eso es lo que Dios hizo notar a su pueblo a través de Joel. No se trata de que el Señor sea un aguafiestas; simplemente es justo y espera que actuemos con justicia. Joel insiste: “Toquen la trompeta en Sión, proclamen el ayuno, convoquen a una asamblea solemne. Congreguen al pueblo, purifiquen la asamblea; junten a los ancianos del pueblo, reúnan a los pequeños y a los niños de pecho. Que salga de su alcoba el recién casado, y la recién casada de su cámara nupcial. Lloren sacerdotes, ministros del SEÑOR, entre el pórtico y el altar; y digan: ‘Compadécete, SEÑOR, de tu pueblo…’” (Jl. 2:15-17 NVI). ¿Cuántas lágrimas nos falta derramar sólo por nuestros últimos 50 años de historia? ¿Cuántas solo por el último siglo de vida de nuestros países? ¿Cuántas por todas las barbaridades que hemos cometido en este poquísimo tiempo de este nuevo milenio? ¿Cuántas por los fracasos y pecados de nuestras familias? ¿Cuántas por nosotros mismos? 

Una vez que nos hemos puesto a cuenta con nuestra realidad con justicia y verdad es que entonces podremos celebrar porque: “…Entonces el SEÑOR mostró amor por su tierra y perdonó a su pueblo” (Jl. 2:18). Con nuestras conciencias renovadas y con nuestra comunión con Dios limpia, aceitada, estabilizada y marchando al 100%, podremos escuchar con claridad la promesa de Dios: “No temas tierra, sino alégrate y regocíjate, porque el SEÑOR hará grandes cosas. No teman, animales del campo, porque los pastizales de la estepa reverdecerán; los árboles producirán su fruto, y la higuera y la vid darán su riqueza. Alégrense, hijos de Sión, regocíjense en el SEÑOR su Dios, que a su tiempo les dará las lluvias de otoño. Les enviará las de otoño y la de primavera, como en tiempos pasados… Entonces sabrán que yo estoy en medio de Israel, que yo soy el SEÑOR su Dios, y no hay otro fuera de mí. ¡Nunca más será avergonzado mi pueblo!” (Jl. 2:21-37 NVI). Ahora sí podremos planear, ahora si podemos volver a soñar. 

Por último, quiero reconocer la grandeza de Dios y su gracia desde la eternidad y hasta la eternidad. Pronunciemos en voz alta la bendición de Judas porque al final de cuentas el único que tiene nuestra supervivencia en sus manos es nuestro Señor: “¡Al único Dios, nuestro Salvador, que puede guardarlos para que no caigan, y establecerlos sin tacha y con gran alegría ante su gloriosa presencia, sea la gloria, la majestad, el dominio y la autoridad, por medio de Jesucristo nuestro Señor, ante todos los siglos, ahora y para siempre! Amén” (Jud. 24-25 NVI).


Imagen: Lightstock.
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