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Eclesiastés 1-6 y Romanos 12–13

“El que ama el dinero no se saciará de dinero…
Hay un mal que he visto bajo el sol, y muy común entre los hombres: un hombre a quien Dios ha dado riquezas, bienes y honores, y nada le falta a su alma de todo lo que desea, pero que Dios no le ha capacitado para disfrutar de ellos, porque un extraño los disfruta. Esto es vanidad y penosa aflicción…
Aunque el hombre viva dos veces mil años, pero no disfruta de cosas buenas, ¿no van todos al mismo lugar?”
(Eclesiastés 5:10a; 6:1-2,6)

Las bolsas de valores alrededor del mundo brindan las facilidades para negociaciones bursátiles que muestran las victorias y caídas económicas de las grandes empresas y sus negocios. Siempre las noticias nos hablan de jóvenes genios que se hacen ricos de la noche a la mañana con sus emprendimientos que luego se cotizan en la bolsa por billones. Lo que no se cuenta mucho es de los perdedores, inversionistas desvalidos que perdieron todo al invertir en malos negocios. Recuerdo que el New York Times presentó una vez el caso de un hombre de 68 años que vendió sus propiedades a mediados de los noventa para convertirlo en un millón de dólares en acciones de una compañía prometedora. El negocio no fue bueno y él terminó  en la calle y junto a su esposa tuvieron que volver a trabajar. Esa persona le dijo al periodista: “El mercado estaba subiendo tan rápidamente que era fácil vivir del valor de las ganancias… Yo nací durante la Depresión, pero yo no era lo suficientemente mayor como para entender lo que sucedió”.

Esto me anima a considerar que las historias que nos rodean tienden a repetirse. Como bien dice el Eclesiastés: “Una generación va y otra generación viene, Pero la tierra permanece para siempre. El sol sale y el sol se pone, A su lugar se apresura. De allí vuelve a salir… ¿Hay algo de que se pueda decir: ‘Mira, esto es nuevo’? Ya existía en los siglos Que nos precedieron. No hay memoria de las cosas primeras Ni tampoco de las postreras que sucederán; No habrá memoria de ellas Entre los que vendrán después” (Ecl. 1:4-5,10-11).

Cada generación intentará ser única y diferente, más astuta que la anterior, más distintiva, más rica y más sabia; sin embargo, hay una línea esencial que no puede desaparecer porque forma parte de la naturaleza humana con la que todos hemos sido creados. No es una línea que podamos diseñar a voluntad porque ha sido trazada por la mano del Creador y soportará los embates de los siglos, las locuras y aciertos de todas las generaciones. Salomón ya lo tenía claro hace más de 3,000 años: “Sé que todo lo que Dios hace será perpetuo; No hay nada que añadirle Y no hay nada que quitarle. Dios ha obrado así Para que delante de El teman (reverencien) los hombres” (Ecl. 3:14).

Nuestro bien es Jesucristo. Él es el Señor de todo lo que vemos y de todo lo que no podemos ver todavía. Él es el único que vino para devolvernos lo que hemos perdido, la comunión con Dios y con Él.

Justamente, leía hace un tiempo atrás que los ejecutivos de Silicon Valley, el centro tecnológico en Estados Unidos más desarrollado y exigente del mundo, han tenido que contratar especialistas y consejeros para que les enseñen nuevamente a disfrutar los pequeños detalles de la vida. Ellos, que están en la cima del mundo, poseen mucho dinero, y están transformando al planeta con sus genialidades, tuvieron que detenerse abruptamente de un momento a otro para preguntarse, “¿Qué hacemos aquí? ¿De qué vale tanto esfuerzo? ¿Qué es lo que realmente vale la pena?”. Ellos habían logrado que en menos de tres décadas muchos de los paradigmas del hombre se desplomaran, y con más prisa que inteligencia los declararon obsoletos. Ahora, estas personas están descubriendo en carne propia que muchos de ellos eran esenciales a la naturaleza humana. Como lo dice el autor del Eclesiastés: “Lo que fue, eso será, Y lo que se hizo, eso se hará; No hay nada nuevo bajo el sol” (Ecl. 1:9).

Uno de estos principios fundamentales tiene que ver con el hecho de que los bienes materiales nunca saciarán a nadie por completo. Los que no tienen, sueñan con tener; los que tienen, nunca están satisfechos. Aun el trabajo sin significado trascendente puede convertirse en una carga difícil de sobrellevar: “Consideré luego todas las obras que mis manos habían hecho y el trabajo en que me había empeñado, y resultó que todo era vanidad y correr tras el viento, y sin provecho bajo el sol” (Ecl. 2:11).

Algunos creen haber encontrado las respuestas del significado de la vida al alejarse de lo material para abocarse a la estética y a lo intelectual o filosófico, pero con todo, nada garantiza que consigamos con ello una vida plena y menos con significado. Salomón dice, “… Entonces me dije: ‘Como la suerte del necio, así también será la mía. ¿Para qué, pues, me aprovecha haber sido tan sabio?’ Y me dije: ‘También esto es vanidad’” (Ecl. 2:15).

¿Puede todo ser tan negro? Sí, pero solo cuando tenemos una óptica equivocada de la vida. Los bienes, el trabajo, la estética, la intelectualidad y la filosofía son útiles y necesarios, pero no pueden sustituir al Único que puede proveer el combustible que necesita nuestro corazón para trascender, vencer la inercia y romper con la gravedad que no nos deja mirar más allá de lo que está delante de nuestros ojos.

Podríamos preguntarnos dónde está la respuesta que estamos buscando: ¿Es algo? ¿Es un conocimiento? ¿Es mística? ¿Es desprendimiento? ¿Es un existencialismo o realismo negro y suicida? ¿Es satisfacer la pasión y el instinto? ¿Es tener un carácter filantrópico? No, no está en nosotros y no es algo que podamos adquirir. Nuestro bien es Jesucristo. Él es el Señor de todo lo que vemos y de todo lo que no podemos ver todavía. Él es el único que vino para devolvernos lo que hemos perdido, la comunión con Dios y con Él, el verdadero sentido de nuestra existencia. Con Jesucristo como nuestro Salvador y Señor cobra sentido nuestra vida, y Él nos da la seguridad que necesitaremos para transitar por esta vida frágil y volátil y también cuando debamos transitar hacia la otra vida.

Esto no significa que los creyentes ya no necesitamos dinero, que ya no sea necesario el trabajo, o que sería mejor la ignorancia y la necedad que el conocimiento. Estaríamos equivocados si pensamos que el Señor nos manda alejarnos de las cosas que Él mismo creó para nosotros, como dice el autor del Eclesiastés: “El ha hecho todo apropiado a su tiempo. También ha puesto la eternidad en sus corazones, sin embargo el hombre no descubre la obra que Dios ha hecho desde el principio hasta el fin. Sé que no hay nada mejor para ellos que regocijarse y hacer el bien en su vida; además, sé que todo hombre que coma y beba y vea lo bueno en todo su trabajo, que eso es don de Dios” (Ecl. 3:11-13).  

No estamos en esta tierra para ser señores, sino para ser siervos; Siguiendo el ejemplo de Jesucristo ponemos nuestras vidas en las manos del Señor, quién puede mostrarnos que en su voluntad todo es bueno, agradable y perfecto.

Lo diferente es que, con Jesús, cada una de las cosas buenas y lamentables que podamos vivir ocuparán su justo lugar en nuestras vidas. Esto es mientras sabemos que Dios nos llama a vivir una vida en donde nosotros, con nuestros actos conscientes, estamos luchamos por vivirla dignamente. Como lo dijo el apóstol Pablo: “Andemos decentemente, como de día, no en orgías y borracheras, no en promiscuidad sexual y lujurias, no en pleitos y envidias. Antes bien, vístanse del Señor Jesucristo, y no piensen en proveer para las lujurias de la carne” (Ro. 13:13-14).

No estamos en esta tierra para ser señores, sino para ser siervos; Siguiendo el ejemplo de Jesucristo ponemos nuestras vidas en las manos del Señor, quién puede mostrarnos que en su voluntad todo es bueno, agradable y perfecto. Para vivirlo tengo que reconocer que la vida es más de lo que mis ojos pueden observar y lo que mi mente puede entender. Implica escuchar al Señor y dejar que la Palabra eterna del Señor permee nuestros corazones y aprendamos a seguir el consejo paulino, “Y no se adapten (no se conformen) a este mundo, sino transfórmense mediante la renovación de su mente, para que verifiquen cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno y aceptable (agradable) y perfecto” (Ro. 12:2)

Sería bueno volver a preguntarnos qué es lo básico pero esencial en la vida. El secreto radica en saber que lo esencial no está en las cosas del mundo, sino en el Creador, el Sustentador del universo, nuestro Señor Jesucristo. Él es el Alfa y el Omega, el principio y fin de todas las cosas


Imagen: Lightstock.
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