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Jeremías 19-22 y Efesios 1-2

“Porque así dice el SEÑOR:
Te voy a convertir en terror para ti mismo y para tus amigos…”
(Jeremías 20:4a)

Nuestra sociedad busca destacar de mil maneras la individualidad de las personas y su carácter independiente, lo cual tiene mucho de cierto y válido. El solo hecho de tener nombre y apellido y de ser reconocidos como seres singulares, nos da la sustancia que nos obliga a manejar nuestras vidas bajo los criterios de conciencia y responsabilidad individual que el Señor nos ha entregado.

Sin embargo, no debemos confundir individualidad con egoísmo, o libertad con egocentrismo. Ninguno de nosotros está viviendo solo en una isla desierta como para hacer con absoluta libertad todo lo que bien le parezca o simplemente le favorezca. Por el contrario, entre los seres humanos existe una tremenda interrelación de vínculos que nos hacen responsables y necesitados unos de otros, de tal manera que nuestras acciones afectan las vidas de los que nos rodean, y las de ellos afectan las nuestras.

Tratemos de ejemplificar nuestra reflexión señalando que la vida es como las leyes de tránsito.  Una delgada línea blanca sobre el pavimento nos obliga a mantenernos dentro de un determinado carril, y aunque podamos ir a cien kilómetros por hora, manejamos con la tranquilidad de que nadie vendrá en sentido contrario y cruzará la línea hacia el carril inverso. En algunos países, las franjas perpendiculares a las calzadas son lugares de paso privilegiado para los transeúntes, lo que obliga a los automovilistas a parar y ceder el paso a los peatones. También podríamos nombrar los semáforos y sus juegos de luces que nos obligan a detenernos o seguir en el camino. Pero lo interesante en todo esto es que, ni las líneas, ni las franjas, ni las luces, tienen más poder sobre nosotros que el del respeto que nos generan. Nos hemos puesto de acuerdo en respetar esas “señales” para poder así convivir sin hacernos daño. Así también las relaciones humanas se basan en ciertas “líneas” y “luces” que nos obligan a ceder el paso, detenernos, bajar la velocidad, avanzar y voltear, tratando de conseguir que nuestro peregrinaje por la vida sea lo menos accidentado posible, y que tanto nosotros y nuestros compañeros de pistas puedan llegar a destino conforme a los deseos de sus conciencias.

Lamentablemente, nuestra turbulenta historia está llena de personajes que no supieron respetar a sus congéneres. Los protagonistas de esas historias están en todo el espectro de las innumerables vías por las que los hombres y las mujeres transitan. Los encontramos en las anchas carreteras de la política, y también en las vías privadas de las familias. Son, por ejemplo, los tiranos que mataron sin compasión a sus compatriotas, o los padres que sin respeto alguno destruyeron las vidas de sus propios hijos. Hay muchas historias tristes y hasta repugnantes, pero hoy solo reflexionaremos en una que sale de las páginas de la Biblia: la historia de Pasur, oficial mayor en la casa de Dios.

Pasur significa prosperidad. No había mejor nombre para alguien que lo había alcanzado todo en la vida. Pasur, hijo de Imer, provenía de una familia de buena y antigua reputación en Jerusalén. Él descendía de la familia de los sacerdotes y había alcanzado el más alto puesto en la más alta jerarquía sacerdotal de su tiempo: “era el oficial principal en la casa del Señor” (Jer. 20:1). Pasur era apreciado y respetado por el pueblo, y muy querido por su familia. ¿Qué más podía esperar?

Toda la autoridad de la que podamos gozar en estos momentos depende única y exclusivamente de Aquel que tiene todo poder y autoridad.

Desafortunadamente, toda esa responsabilidad y autoridad no estaba respaldada por un profundo respeto y consideración hacia los que estaban bajo él, y menos a un sometimiento y conocimiento de la voluntad de Dios, quien había puesto tal responsabilidad entre sus manos. Según nos cuenta la historia, Pasur no pudo soportar las palabras que el profeta Jeremías expresaba en el nombre de Dios. Haciendo uso de su autoridad “hizo azotar al profeta Jeremías y lo puso en el cepo que estaba en la parte superior de la Puerta de Benjamín, la cual conducía a la casa del Señor” (Jer. 20:2). Pasur transgredió las leyes mosaicas al realizar este acto en lo que lo único que buscaba era intimidar al profeta y avergonzarlo públicamente porque simplemente no estaba de acuerdo con el mensaje que el profeta pregonaba.

Al día siguiente, pensando que lo había intimidado, Pasur mandó soltar a Jeremías. El profeta de inmediato habló en nombre de Dios con las siguientes palabras: “No es Pasur el nombre con que el Señor te llama ahora, sino Magor Misabib (terror por todas partes)” (Jer. 20:3). ¿Es qué acaso Jeremías estaba actuando en venganza por lo que Pasur le había hecho? De ninguna manera. Pasur fue confrontado por el Señor debido a la autoridad que Él mismo le había conferido y que no estaba ejerciendo de la manera correcta. Este “oficial de Dios” no fue capaz de discernir que lo que Jeremías estaba hablando era un mensaje del Dios a quien decía servir.

El mayor cargo que Jeremías hizo contra él no tuvo que ver con el acto vil al que fue expuesto, sino porque al pueblo “has profetizado falsamente” (Jer. 20:6). Como sacerdote de Dios, había usado su cargo para hablarle al pueblo lo que se suponían eran los consejos del Señor, pero las palabras de Pasur no salían del corazón de Dios, sino de su propia imaginación y de su oscura intención de halagar a las autoridades de turno para no perder su poder.

El problema de Pasur y de muchas de las autoridades de su tiempo (y tristemente de todos los tiempos, aun de los nuestros) era la tremenda inconsecuencia entre sus palabras y sus actos. Jeremías los enfrentó en mucho de sus discursos: “Ay del que edifica su casa sin justicia y sus aposentos altos sin derecho, que a su prójimo hace trabajar de balde y no le da su salario” (Jer. 22:13). Al parecer, todos ellos se habían olvidado de que había alguien que estaba sobre sus vidas, alguien que les pediría cuentas para ver si sus actos se habían hecho con razón, derecho, e igualdad.

Como nos menciona el pasaje, esta rendición de cuentas no solo se hará en el área de los negocios o la política, sino también en la forma en que han manejado sus propias casas y sus propias familias. Al final de cuentas, el castigo de Dios se daba en la medida de las consecuencias de sus propios actos injustos: “Yo los castigaré conforme al fruto de sus obras…” (Jer. 21:14). Toda la autoridad de la que podamos gozar en estos momentos depende única y exclusivamente de Aquel que tiene todo poder y autoridad. Por lo tanto, estamos obligados a rendirle nuestra autoridad y hacer uso de ella conforme a sus designios y propósitos. Volviendo a nuestro ejemplo de las señales de tránsito, nosotros no inventamos nuestras propias leyes de tránsito. En cambio, nos sometemos por completo a las que la máxima autoridad ha establecido para todos los choferes. ¿A quién le rindes cuentas de tu autoridad como padre, esposo, jefe, o cualquier otra responsabilidad que te ha sido asignada? ¿Bajo qué criterios haces uso de tu autoridad? No olvidemos que una autoridad ejercida sin rendición de cuentas se convierte fácilmente en una tiranía.

Los aplausos públicos no son nada en comparación con la apacible aprobación de Dios.

Por otro lado, debemos tener cuidado al pensar que el éxito y el respeto social puedan ser sinónimos de que estamos haciendo las cosas bien. Por allí circulan muchos “ricos” que han conseguido su riqueza haciendo pobres a otros. Por allí circulan muchos que han conseguido su “felicidad” aplastando la dicha de los demás. Por allí hay muchos que proclaman su propia “libertad” al precio de la esclavitud de los que les siguen. Por eso es necesaria mucha sinceridad para ver si nuestros proclamados paradigmas de bienestar están produciendo frutos de rectitud y prosperidad también entre los que nos rodean, y ver si nuestra supuesta cordura está moldeando también la sensatez de los que viven en nuestra casa. Y por sobre todas las cosas, también es necesaria mucha sinceridad para escuchar la voz de Dios y someternos a sus mandamientos. Los aplausos públicos no son nada en comparación con la apacible aprobación de Dios.

Es terrible cuando las luces del aparente triunfo personal encandilan la voz de Dios en nuestra conciencia. Ese fue el drama de Pasur y sus contemporáneos: “Te hablé en tu prosperidad, Pero dijiste: ‘No escucharé.’ Esta ha sido tu costumbre desde tu juventud, que nunca has escuchado mi voz” (Jer. 22:21). Pasur quería que todos le obedecieran, pero él había perdido su capacidad de sometimiento a su Señor. Al final, producto de sus propios desvaríos y su rebeldía velada al Señor, él tuvo que ver con dolor cómo todo lo que había conseguido se esfumaba de la noche a la mañana. Toda su soberbia se convertiría pronto en lágrimas irremediables. Quiso edificar un palacio sin preocuparse de los cimientos y, cuando estaba terminando la torre más alta, todo se vino abajo. Jeremías se lo advirtió, pero él no hizo caso alguno: “Y tú, Pasur, con todos los moradores de tu casa, irás al cautiverio y entrarás en Babilonia; allí morirás y allí serás enterrado, tú y todos tus amigos a quienes has profetizado falsamente” (Jer. 20:6).

¿Cuáles son los resultados del uso que haces de tu autoridad? ¿Hay un beneficio comunitario del uso que haces de tu autoridad y responsabilidad?

Ejercer autoridad con responsabilidad es una de las tareas más difíciles que el ser humano puede recibir. El resultado del ejercicio de nuestra potestad, como en el caso de Pasur, tendrá implicaciones directas para nuestra familia y nuestros seres queridos. Por eso, quisiera invitarte a que rindamos ante Jesucristo toda nuestra autoridad y cada una de nuestras responsabilidades. Pidamos a Él que fortalezca en su amor y conocimiento toda nuestra responsabilidad. Nuestro Señor está más que capacitado para ayudarnos en medio de nuestras obligaciones porque Él está sentado a la Diestra de Dios Padre “muy por encima de todo principado, autoridad, poder, dominio y de todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo sino también en el venidero. Y todo lo sometió bajo Sus pies, y a El lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es Su cuerpo, la plenitud de Aquél que lo llena todo en todo” (Ef.1:21-22).

Si hemos entregado toda nuestra vida a Él, sabemos que “somos hechura Suya, creados en Cristo Jesús para hacer buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas” (Ef. 2:10). Y la buena noticia es que dentro de esas buenas obras también están incluidas nuestra autoridad y responsabilidad. Ejerzamos nuestra autoridad bajo el modelo de Jesús, quien “no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos” (Mt. 20:28).


Imagen: Lightstock.
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