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Ezequiel 20-21 y Hebreos 2-3

“Pueblo de Israel, cuando yo actúe a favor de ustedes, en honor a mi nombre y no según su mala conducta y sus obras corruptas, entonces ustedes reconocerán que yo soy el SEÑOR. Yo, el SEÑOR omnipotente, lo afirmo”
(Ezequiel 20:44 NVI)

Un amigo me contó que tuvo una terrible pesadilla. Resulta que en su sueño había muerto, y había ido derechito a las puertas del cielo en donde lo esperaba una cola de dos personas que aguardaban a que Pedro les abriera la puerta. En cuanto el santo apareció, mi amigo se dio cuenta de que Pedro no lo miró con la simpatía con la que había mirado a los otros dos candidatos al cielo.

Luego de una breve observación silenciosa, Pedro dijo: “Bueno, hoy les haré una pregunta de cultura general, y si responden correctamente, entonces podrán entrar al cielo”. Mirando con ternura al primero, le dijo suavemente: “Dime hijo, hace algunos años hubo un naufragio muy famoso… ¿recuerdas el nombre del barco que se hundió?”. Sin dudarlo, la persona respondió con una sola palabra: “Titanic”. Pedro le dio un gran abrazo y lo dejó pasar. Al segundo también lo miró compasivamente, y según mi amigo, casi hasta con cierta complicidad. El apóstol le preguntó: “¿Sabes cuántas personas fallecieron en el naufragio?… No es necesario que me digas la cifra exacta”. El hombre, después de pensarlo por unos instantes, respondió: “Creo que fueron más de mil quinientos, no estoy muy seguro”. Pedro mostró una amplia sonrisa de aprobación, y tomándolo de la mano lo hizo pasar.

Para este momento, mi amigo estaba nervioso. Ahora que estaban los dos completamente solos, él sentía que verdaderamente no le había caído muy bien a Pedro. El apóstol, con una voz muy seria, le espetó: “Para que no se diga que soy injusto, te voy a hacer una pregunta del mismo tema que a los otros dos… ¡recítame la lista de los sobrevivientes!”. En ese momento mi amigo se despertó con una sensación de angustia espantosa.

Bromas aparte, imaginemos ahora que nuestra relación con Dios dependiera del estado de ánimo voluble de algún funcionario celestial, o de nuestras capacidades o intenciones humanas. ¿Imaginas la sensación de angustia que nos acompañaría cada día de nuestra vida al no saber exactamente a lo que nos atenemos? Gracias a Dios, como dice el pasaje del encabezado, nuestro Señor ha declarado que desea mantenerse cerca de nosotros porque así lo ha querido, y no por nuestros méritos, capacidades, talentos, o aciertos. Es sobre la base de su carácter soberano y no del carácter voluble de los seres humano que se mantiene firme en sus propósitos.

Dios buscó identificarse plenamente con nuestras debilidades y sufrimientos para poder levantarnos desde nuestra podredumbre hacia su gloria.

Aunque tendemos a pensar que todo depende de cómo nos sintamos, de lo bien que nos traten, de nuestros derechos, y de tantas otras cosas más que nos hacen sentir que somos especiales y merecedores de todo lo bueno, debemos mirar al Señor quien mantiene la relación que tiene con nosotros sostenida en su propia fidelidad. El Señor buscó identificarse plenamente con nuestras debilidades y sufrimientos para poder levantarnos desde nuestra podredumbre hacia su gloria. Por eso nos equivocamos cuando pensamos que Él espera que salgamos del hoyo por nuestros propios medios y alcancemos la gloria para lograr su aceptación. Justamente, la carta a los hebreos nos dice: “Por eso era preciso que en todo [Jesucristo] se asemejara a sus hermanos, para ser un sacerdote fiel y misericordioso al servicio de Dios, a fin de expiar los pecados del pueblo” (Heb. 3:7 NVI).

Hace varios años atrás escuchaba a uno de mis profesores de teología decirnos que Dios no tiene necesidad de nada ni de nadie, y que nada le hace falta ni nada puede alterar su portentosa perfección. Toda su relación con sus criaturas se basa en un puro amor que mueve su voluntad. No hay merecimientos de por medio, no hay necesidades que suplir, sino el generoso deseo de hacernos partícipes de sus dones.

La sola idea podría sonar un poco chocante, pero luego de que entendemos que todo lo que hace por mí lo hace porque así lo ha querido produjo en mí un profundo afecto hacia mi Señor. Encontré a Alguien que me ama por el solo hecho de amarme, y ese amor gratuito hace que cada una de las cosas que me proponga sea por mi bien, ya que la satisfacción de su amor está en la búsqueda de mi bienestar. Bajo la misma premisa pude entender que sus llamados de atención y su corrección son las señales más evidentes de que está cuidando y fortaleciendo mi vida, no buscando mi destrucción, sino mi santificación. Su amor conquista mi corazón pero también me obliga a respetarlo y a vivir conforme a la protección y dirección de alguien que me ama, pero que por sobre todas las cosas sigue siendo mi Dios y mi Señor.

Como mencionamos hace un par de párrafos, la prueba más grande de su amor es su propia encarnación. No le bastó al Señor con mirarnos desde los cielos y sufrir nuestras inconsistencias y rebeldías que solo producen muerte; Él se dio a sí mismo y se identificó con hombres y mujeres hasta el punto de ofrecerse como sacrificio por toda la humanidad. No solo percibió nuestro dolor, sino que también lo experimentó: “Por haber sufrido él mismo la tentación, puede socorrer a los que son tentados” (Heb. 2:18 NVI). No es su intención condenar a los que sufren tentaciones y pruebas, sino fortalecerlos y darles ayuda en medio de las presiones para que encuentren la victoria. Y todo esto no lo hace porque cree en nuestra inocencia o porque nos ve más listos o mejores que el resto de los mortales. No señores, lo hace simplemente porque reconoce nuestra condición y ha establecido, por pura gracia, una forma de restaurarnos a una plena comunión que Él mismo se ha encargado de cubrir y pagar a nuestro favor.

Nuestra gran lucha espiritual no es por ganar un lugar en el cielo producto de nuestros grandes merecimientos, conocimientos, o victorias (que en realidad no existen).

Entonces, nuestra gran lucha espiritual no es por ganar un lugar en el cielo producto de nuestros grandes merecimientos, conocimientos, o victorias (que en realidad no existen). En cambio, estriba en el hecho de no perder de vista la incomparable y benévola voluntad de Dios a nuestro favor. Nuestro Dios es justo y no puede simplemente decretar nuestra salvación y darle la espalda a su justicia y santidad. ¡De ninguna manera! El Señor nos salva por pura gracia, pero para que esa gracia sea efectiva, la justicia de Dios debe ser satisfecha. Para que la justicia de Dios sea satisfecha, nosotros deberíamos morir producto de nuestra separación de Dios. Sin embargo, Dios mismo estableció el camino de salvación al establecer que Jesucristo ocuparía nuestro lugar en la Cruz del calvario. Vemos al Dios santo hecho hombre ofreciéndose por  los injustos para que sean libres de la condenación. Eso es algo que salió del corazón de Dios y que es muy ajeno a nuestros pensamientos y deseos. De allí que el consejo del autor de la carta a los Hebreos sea: “Por eso es necesario que prestemos más atención a lo que hemos oído, no sea que perdamos el rumbo” (Heb. 2:1 NVI).

En la Biblia podemos encontrar el indeclinable amor de Dios por nosotros, y sería algo absolutamente iluso el desconocer lo que Dios con “pelos y señales” ha dejado más que claro a favor de nosotros simplemente porque así lo ha querido: “¿cómo escaparemos nosotros si descuidamos una salvación tan grande? Esta salvación fue anunciada primeramente por el Señor, y los que la oyeron nos la confirmaron. A la vez, Dios ratificó su testimonio acerca de ella con señales, prodigios, diversos milagros y dones distribuidos por el Espíritu Santo según su voluntad” (Heb. 2:3-4 NVI, énfasis añadido). ¿Está claro? No se trata de ti, se trata de Él y su enorme gracia a nuestro favor.


Imagen: Lightstock.
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