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¿Cuán soberano es Dios en la conversión de las personas que creen su evangelio?

En la Biblia encontramos un breve relato acerca de la conversión de una mujer, Lidia, que nos ayuda a responder esta pregunta y nos enseña cómo Dios llama a salvación a toda clase de personas para usarlas en la expansión de su Reino.

La obra de Dios en el corazón

En Hechos 16 encontramos a Pablo y Silas viajando por Frigia y la región de Galacia (v. 6). Sin embargo, impedidos por el Espíritu Santo de hablar en Asia, se dirigieron a Macedonia, donde estaba la provincia principal de Filipos, una ciudad fundada en el 356 a. C. por Filipo, padre de Alejandro Magno.

Sabemos que Pablo solía proclamar el evangelio primero a los judíos. Sin embargo, quizá Pablo no encontró allí una sinagoga. Pero sí había un grupo de mujeres que se habían reunido para orar el día sábado y que adoraban al Dios verdadero, según la costumbre judía. Allí, dice Lucas, “nos sentamos y comenzamos a hablar a las mujeres que se habían reunido” (v. 13).

Lidia estaba atenta a las palabras de los misioneros. Ella era nativa de la ciudad de Tiatira, entre Sardis y Pérgamo. La providencia de Dios la llevó a Filipos, que se halla a gran distancia de Tiatira. Siendo gentil de nacimiento, adoraba al Dios de Israel y acudía a las reuniones que otras mujeres tenían para orar y leer las Escrituras. Su profesión era “vendedora de púrpura”, lo que probablemente signifique que era acaudalada (v. 14).

En ese momento, “el Señor abrió su corazón para que estuviese atenta a lo que Pablo hablaba” (v. 14), lo que apunta a su fe en el mensaje que oía (cp. 2:41). Dios le abrió su corazón para que Cristo ocupara el lugar de Señor. De esa manera, Lidia fue la primera convertida a Cristo en Europa por la predicación de Pablo.

Tan pronto como nuestros corazones se abren a Cristo por su poder, también se abren a los ministros de Dios y al servicio a los demás.

Esto nos enseña que la conversión es una obra de Dios (Ef. 2:9). Él es quien despierta el corazón con su gracia para que podamos ver su majestad (Ef. 1:17-18; 2 Co. 4:4-6). Sin su obrar en nosotros, no podemos ver nuestra necesidad de responder a su amor.

El efecto de la obra de Dios

El efecto de esta obra de Dios en Lidia no solo fue para ella, sino que también tuvo un impacto en su familia, que llegó a ser bautizada (v. 15).

La realidad de su conversión la vemos en su disposición a servir a los siervos de Dios y tener así una mayor oportunidad de escuchar sus enseñanzas (v. 15). Lidia mostró gratitud a quienes fueron los instrumentos de Dios para que ella conociera el evangelio. Su invitación no solo fue por cortesía, sino tan sincera que, relata Lucas, “nos rogó y persuadió a quedarnos”. La relación de Pablo y Silas con Lidia era tal que fueron a su casa antes de salir de Filipos para consolar y exhortar a los hermanos allí (v. 40). Ella era una fiel convertida a Cristo.

El relato de la conversión de esta mujer no solo nos muestra cómo obra la soberanía de Dios en la salvación; también nos enseña que, tan pronto como nuestros corazones se abren a Cristo por su poder, también se abren a los ministros de Dios y al servicio a los demás.

La vida de Lidia, y la de su familia, cambió por la gracia de Dios. Su misión cambió para servir a sus hermanos. Así como ella recibió la gracia salvadora de Dios, así también tú y yo somos testigos vivientes de que Él obra en nosotros para que su evangelio sea proclamado en servicio a otros para su gloria.


Imagen: Lightstock.
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