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2 Reyes 6 – 8   y   Apocalipsis 1 – 2

Y cuando el que servía al hombre de Dios se levantó temprano y salió, vio que un ejército con caballos y carros rodeaba la ciudad. Y su criado le dijo: “¡Ah, señor mío! ¿Qué haremos?”
(2 Reyes 6:15)

Hace unos años atrás hubo un boom literario con el tema de los ángeles. Se puso de moda hablar de ellos y reconocerlos en sus supuestas facetas y actividades. Mucha gente contaba sus experiencias y hasta películas y series de televisión tuvieron material suficiente para un buen guion ganador. El interés se extendió no solo hasta cupido y el ángel de la guarda, sino también hasta los oscuros ángeles caídos, generando una ola de angelmanía que reportó suculentos ingresos a algunas economías que supieron aprovechar el interés público en el tema.

En la Biblia la presencia de los ángeles es permanente. Su presencia es silenciosa y servicial, y en otros casos, gloriosa y sorprendente. Pero lo que si queda claro es que son poco dados a la fama y al reconocimiento, aborrecen la publicidad y por naturaleza gustan de un perfil bajo. Aunque se habla de un número incontable de ellos, con todo, aparte de Gabriel y Satanás no se le conoce por nombre propio a ningún otro. Su función principal es colaborar con la humanidad en los planes y propósitos de Dios: “¿No son todos ellos espíritus ministradores, enviados para servir por causa de los que heredarán la salvación?” (Heb. 1:14). De allí que no sea extraño su presencia entre nosotros. Pero, ojo: no todos buscan nuestro bien porque también, “…Su adversario, el diablo, anda al acecho como león rugiente, buscando a quien devorar” (1 Pe. 5:8b). No todo lo que brilla es oro, aun en el espectro espiritual.

Su labor silenciosa y quitada de bulla hace que no percibamos sus intervenciones. Por eso solo cuando estemos en la presencia de Dios sabremos con exactitud lo ocupados que tuvimos a algunos de ellos en su servicio como nuestros guardaespaldas espirituales. Sin embargo, más de uno debe tener algún testimonio de presencia angelical en su vida. Yo les contaré mi propia historia.

Tenía 20 años recién cumplidos. Corría el 24 de septiembre del año 1984. Ese año fue sumamente difícil para mí y mi familia. Problemas de diversa índole se presentaron y yo empecé a flaquear en mis convicciones espirituales, agobiado por las dificultades que parecían no resolverse jamás. Ése día yo estaba volviendo a casa como a las ocho de la noche. Manejaba por el mismo camino que recorría todos los días. Estaba escuchando música, pero iba principalmente absorto en mis pensamientos. Siempre tenía que atravesar una avenida flanqueada por un largo parque y frenar en el cruce con otra avenida principal. Miré el reloj del auto… ocho y veintinueve de la noche.

Me desperté en un lugar absolutamente desconocido. Era una habitación pequeña sin ventanas y con la puerta cerrada. Me dolía la cabeza y sentía mi cuerpo muy aletargado. Levanté mi mano para ver la hora, pero no pude hacerlo, porque el reloj, mi brazo, y todo mi cuerpo estaba cubierto de un líquido viscoso que en ese momento no supe reconocer. Después de limpiar la esfera del reloj pude ver que eran las once y treinta y uno de la noche. ¿Qué pasó? ¿Con qué me manché? Traté de pararme y no pude, y poco a poco me fui dando cuenta que el líquido era sangre y que algo grave tendría que haberme pasado. En ese momento, una enfermera me dio una mirada desde la puerta. Ella me dijo muy rápidamente que me había estrellado contra un bus en el cruce de avenidas, que no me sacaron del auto porque pensaban que estaba muerto, pero que alguien se percató que estaba con vida y me trajeron a la clínica que estaba a pocas cuadras del lugar del accidente. Ahora solo esperaban la llegada de un cirujano plástico para  poder operarme.

Poco después de la operación otra enfermera entró a mi habitación. Vino a retarme por mi imprudencia. Ella viajaba en el bus con el que colisioné y me decía que había pasado el susto de su vida. Ella creía que yo conducía borracho y drogado, y lo más terrible era que la persona que estuvo conmigo en el auto me haya abandonado después del accidente. “¿Cuál persona?”, le pregunté con curiosidad. “El hombre de blanco que iba con usted en el auto”. “No, yo iba solo, nadie iba conmigo”, le repliqué. Ella no me creyó, y se fue más enojada, confirmando que encima de imprudente, era mentiroso. Luego me enteré que en el parte policial, todos los testigos, incluyendo la gente del bus aseguraban la presencia de un copiloto. También la persona que me sacó del auto le contó a mi madre que yo no iba solo, pero que no sabía en qué momento desapareció mi acompañante.

Después de ver el auto deshecho me di cuenta que el Señor me había librado de la muerte. ¿Cómo lo hizo? No lo sé. Solo sé que un ángel dejó el testimonio de su presencia como muestra de la protección de Dios a mi vida. En la misma clínica yo pedí mi Biblia. Quería escuchar a Dios, quería una explicación para este accidente que sólo traería más problemas para mí y mi familia. Todo se puso más negro, y encima yo debería llevar una cicatriz en la cara por el resto de mis días. Sin embargo, lo primero que hice fue pedirle perdón por mi extravío, le rendí mi vida rebelde, y le pedí que Él mismo le ponga sentido a todo lo que estaba pasando. Abrí mi Biblia, y esto fue lo primero que leí: ¿Qué provecho hay en mi sangre (mi muerte) si desciendo al sepulcro? ¿Acaso Te alabará el polvo? ¿Anunciará Tu fidelidad? (Sal. 30:9). En ese instante me di cuenta que el Señor me quería con vida para anunciarle y dar testimonio de Él. Ese accidente fue el golpe de timón de Dios para darle a mi vida otra dirección, y la presencia del ángel anónimo solo confirmó su compasivo amor para conmigo.

Cuando el siervo de Eliseo vio el ejército enemigo sintió que el miedo le calaba los huesos. No había nada que hacer, sólo huir o esperar lo peor. Sin embargo, Eliseo le contestó: “…No temas, porque los que están con nosotros son más que los que están con ellos.” Eliseo entonces oró, y dijo: Oh Señor, Te ruego que abras sus ojos para que vea. Y el Señor abrió los ojos del criado, y miró que el monte estaba lleno de caballos y carros de fuego alrededor de Eliseo” (2 Re. 6:16-17). Eliseo era consiente de una actividad espiritual permanente alrededor de su vida. En una actitud de compasión para con su angustiado siervo pidió que él también pudiera ver lo que para el profeta era cotidiano: la presencia de ángeles compartiendo sus vicisitudes.

No quisiera terminar sin recordarles que los ángeles son nada sin la voluntad del Señor. Ellos están al servicio de Dios, y solo cumplen sus órdenes. Finalmente, el que nos ama y tiene cuidado de nosotros es Jesucristo, el Rey de reyes y Señor de señores. Él dice: “Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, el que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso” (Ap. 1:8). Si buscamos a los ángeles sin Dios, posiblemente encontremos demonios. Si buscamos a Dios con todo el corazón, le encontraremos a Él, y con él también sabremos que sus silenciosos siervos estarán allí donde Él los mande.

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