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Salmos 114-119:64 y Hechos 14-15

Amo al Señor, porque oye
Mi voz y mis súplicas.
Porque a mí ha inclinado Su oído;
Por tanto Le invocaré mientras yo viva.
(Sal. 116:1-2)

No hay duda de que Pablo Picasso era un genio de la pintura. Este pintor español dejó una obra extensa y grandiosa. Al morir en 1973, se catalogaron 43.000 cuadros que él mismo había desechado y a los que había rotulado con el título “no venderse”. El total de su obra se ha cifrado en más de 50.000 cuadros, sin considerar los grabados, esculturas, o cerámicas. Sin embargo, al parecer la vida familiar del genio no era tan gloriosa como su obra.

Su nieta, Marina Picasso, publicó un libro titulado “Picasso, mi abuelo”, en donde narra las angustias y sinsabores de su padre y hermanos que vivieron atormentados por el desamor, el olvido, y la intransigencia de su famoso abuelo. En su libro, ella se hace estas preguntas: “¿Tienen derecho los creadores a devorar y llevar a la desesperación a cuantos se acercan a ellos? ¿Su búsqueda de lo absoluto debe pasar por una implacable voluntad de poder? ¿Su obra, por luminosa que sea, merece que se sacrifiquen tantas vidas humanas?”. Según Marina Picasso, a su abuelo solo le importaba la pintura y nada más. En palabras del propio Picasso, la creación era un acto destructivo: “Para dibujar una paloma, primero hay que retorcerle el pescuezo”.

La historia familiar de Picasso es parecida a muchas otras que hemos escuchado o leído de grandes hombres que, a pesar de su genio, conocimiento, o talento no supieron gobernar su propia casa y menos brindar felicidad y paz para los que les rodeaban.

Una relación personal con el Dios Todopoderoso también pareciera tener ese matiz doloroso para muchos. Esas personas sienten que la religión es la demanda de un “dios” calculador, frío, demandante y autoritario, que supuestamente los obliga a caminar con pies de plomo, cuidándose de no ofenderlo, de no alterar su paciencia, de mantenerse cerca pero también lo suficientemente lejos para evitar los castigos que soberanamente envía a los que lo perturban.

Pero lo más triste es que perciben que ese dios tirano e indolente les exige amarle con todas las fuerzas y la pasión que puedan tener. No hay duda de que mucho del pensamiento ateísta que ha crecido en nuestro tiempo es producto de ese sentimiento de reproche hacia un “dios” demandante y tirano que igual reclama devoción y amor.

Pero el Dios que se ha revelado a sí mismo en las Escrituras no se parece en lo más mínimo al supuesto “dios” que acabamos de mencionar. Él se nos presenta, más bien, como un Señor misericordioso, compasivo, respetuoso, que nos conoce profundamente y que entiende nuestras más profundas tristezas y se goza con nuestras más sencillas alegrías. Es el Dios que sostiene la creación que nos permite la vida y es el mismo que dispuso pagar en sí mismo por nuestra redención a pesar de nuestra rebeldía y desobediencia. Un Dios que no dudó en ofrecerse a sí mismo para que alcancemos la salvación. Un Dios que vino a buscar y salvar lo que se había perdido.

El Dios de la Biblia es el Señor en quién podemos descansar. Así lo entendía el salmista: “Vuelve, alma mía, a tu reposo, Porque el Señor te ha colmado de bienes” (Sal. 116:7). El Dios de los cristianos es un Dios justo que entendió lo profundo de nuestra inquietud y desasosiego producto de nuestra injusticia. Un Dios que nos colma con bienes eternos y no solo con dulces temporales. Un Dios preocupado por rescatar a su pueblo de la condenación producto de su propia rebeldía. Un Dios que se manifiesta a través de una misericordia palpable porque siempre aparece en nuestras vidas cuando más lo necesitamos. Y por eso le amamos… porque le vimos con un amor conocido y activo, interviniendo a favor de nuestras propias vidas.

Vuelvo a hacer la pregunta: ¿Por qué los cristianos amamos a Dios? El salmista hace tres mil quinientos años esbozó una respuesta personal: “… Tú has rescatado mi alma de la muerte, Mis ojos de lágrimas, Mis pies de tropezar… Tú desataste mis ataduras” (Sal. 116:8,16b). Hoy me adhiero a la confesión del salmista reconociendo que:

En primer lugar, amo a Dios porque me rescató de la muerte. La más grande muestra de mi separación de Dios es mi propia temporalidad, la realidad de que la muerte es inevitable. Pablo lo dijo muy claramente, “Porque la paga del pecado es muerte, pero la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro. 6:23). Ya no ando tratando infructuosamente de encontrarle sentido a la temporalidad. Estoy vivo, y esta vida es eterna. ¡Gracias, Señor!

En segundo lugar, amo a Dios que ha rescatado mis ojos de lágrimas. ¿Qué significa eso? Que la transformación que el Señor produjo en mi vida me rescató también de los errores, fracasos, y pecados que me hubieran producido lágrimas a mí y a los que están cerca de mí. Sin duda, al estar con Cristo hay lágrimas que ya no derramaré. ¡Gracias, Señor!

Por último, amo a Dios que ha rescatado mis pies de tropezar. El Señor que me ha rescatado no solo me ha libertado, sino que también me ha fortalecido. Ha cambiado mi corazón de piedra en un corazón de carne y ha puesto su Espíritu en mí para ser guiado a toda verdad. Ahora gozo de una estabilidad que no es pasividad (como quien deja que la vida le pase por delante), sino que es como la estabilidad que los buenos neumáticos le dan a los autos cuando a gran velocidad se adhieren al pavimento en medio de las curvas. ¡Gracias, Señor!

Hace dos mil años, Pablo y Bernabé tenían mucho que contar en Antioquía después de su primer viaje misionero. Por eso, “Cuando llegaron y reunieron a la iglesia, informaron de todas las cosas que Dios había hecho con ellos, y cómo había abierto a los Gentiles la puerta de la fe” (Hch. 14:27). No todas las cosas fueron color de rosa y fueron expulsados de muchos lugares, pero la cosecha fue abundante. Ellos nunca dejaron de testificar de un Dios con un amor conocido que, “…no dejó de dar testimonio de sí mismo, haciendo bien y dándonos lluvias del cielo y estaciones fructíferas, llenando vuestros corazones de sustento y de alegría” (Hch. 14:17).  Los mensajeros del Señor estaban hablando de un Dios Creador cuyo amor y cuidado era evidente en toda su creación. Era un amor conocido, absolutamente práctico, un amor proveedor, un amor sustentador y sin distinciones. Ese mismo Dios Creador magnífico es el mismo Dios del evangelio, las buenas nuevas de la provisión de Dios para llevar las almas de sus elegidos de la vida a la muerte, a través de la obra del mismísimo Jesucristo, la segunda persona de la Trinidad, quién fue a la Cruz del Calvario por puro amor.

Pablo y Bernabé representaban a un Dios de amor, no a un tirano despótico. Ellos hablaban porque habían experimentado en carne propia las buenas noticias que no se podían callar porque eran la resolución de un amor conocido a favor de los seres humanos. Pablo no tenía por qué amilanarse con la oposición ni la dificultad, sino que su confianza en el Señor del amor conocido era como la adrenalina en el atleta: lo empujaba y le daba la energía para enfrentar la oposición sin temor. Al final, el Señor coronó la persistencia, el denuedo, y la confianza de los apóstoles en medio de la oposición, con la confirmación milagrosa de que su trabajo no era en vano. Anunciar el evangelio de un amor conocido en la cruz del calvario produjo un amor correspondido con “… muchos discípulos” (Hch. 14:21).

Entonces, el amor que el Señor demanda es la respuesta al profundo amor conocido que Él primero nos ofreció en la creación y en la redención. Es el amor conocido que se hace evidente en una tierra pródiga y se hizo evidente en la obra gloriosa de nuestro Señor Jesucristo, quien no dudó en dar su vida por nosotros en la cruz.

Marina Picasso no conoció el amor de su abuelo y solo gozó de sus riquezas materiales después de que él falleció. Sin embargo, con su herencia, ella pudo entregar a otros lo que ella nunca recibió de parte de su famoso abuelo: amor conocido. Ella decidió poner en venta parte de sus bienes y crear en una localidad vietnamita remota un lugar en donde más de 300 niños huérfanos reciben educación escolar mientras se les inculca el amor y el respeto por las tradiciones de su país.

Si esta mujer pudo convertir el desprecio conocido en amor conocido, ¿cuánto más nosotros podemos dar testimonio evidente y práctico del amor conocido y poderoso de nuestro Dios a nuestro favor por Jesucristo? Testifiquemos de ese amor no solo con palabras, sino también con hechos que muestren al mundo que lo que dijo el salmista tanto tiempo atrás, sigue siendo una verdad posible por el amor inclaudicable de nuestro buen Dios. Se los repito y me lo repito…

Amo al Señor, porque oye
Mi voz y mis súplicas.
Porque a mí ha inclinado Su oído;
Por tanto Le invocaré mientras yo viva.
(Sal. 116:1-2)


Imagen: Lightstock.
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