¡Únete a nosotros en la misión de servir a la Iglesia hispana! Haz una donación hoy.

×

Si hubieras sido un soldado alemán ese día frente a la playa de Normandía, es posible que hayas mirado incrédulo. En medio de una de las invasiones más sangrientas, donde se dice que volaban tantas balas que crearon una corriente de viento, un hombre corpulento y sin armas cojeaba arriba y abajo en la playa, golpeando a sus compañeros soldados con su bastón. Golpeaba a los hombres una y otra vez, gritando y apuntando frenéticamente. ¿Qué hacía?

Salvaba sus vidas.

Después de haberse torcido horriblemente el tobillo al llegar, el capitán Finke, supuestamente incapacitado, llegó a la orilla y se encontró con que muchos de sus soldados se habían refugiado en una trampa mortal. Petrificados, los soldados se escondían detrás de lo que encontraban; en este caso, tablones de acero altos, del tamaño de un poste de teléfono, con dispositivos explosivos en la parte superior. Mientras hombres caían a su lado, y otros se agachaban cerca de él, se puso de pie y golpeó a sus hombres, uno a uno, ordenándoles que prosiguieran a la orilla a cientos de metros de distancia.

Pero ¿por qué los golpeaba? Si les gritaba sin usar el bastón, “cada hombre podría fingir que yo le hablaba a otra persona. Pero si golpeaba personalmente a cada hombre, entonces no habrá ambigüedad de lo que intentaba decirles: ¡Muévete o enfrenta las consecuencias!”.[1] Entonces los golpeó —plac, plac, plac— mientras gritaba: “¡Vamos! ¡Levántate! ¡Sigue!”. Algunos no se movieron; ya estaban muertos. Pero los vivos, quienes escucharon la llamada general y recibieron amonestación personal, salieron de allí cubriéndose mejor de las balas. El cuidado del capitán Finke salvó muchas vidas ese día.

Cuando creamos lugares seguros para el pecado

Si se necesitó un capitán Finke en Normandía, ¿cuánto más podríamos necesitar a alguien así hoy en día, tanto en nuestros púlpitos como en las sillas y grupos de rendición de cuentas? Necesitamos más hombres y mujeres que no teman provocar incomodidad con el fin de proteger un alma.

Por supuesto, esto no justifica ser un descarado, hablar sin gracia, o ser áspero. Pero también queremos evitar crear espacios seguros para el pecado en nuestra congregación, donde se prohíba ser específicos, incluso sea para nuestra protección. Dios, sálvanos de crear lugares donde nunca nos dirigimos a los individuos, tachemos de “legalistas” todos los estándares, guardemos en secreto nuestra propia iniquidad, y pensemos mal acerca de la humildad. Considera estos cuatro peligros en los que podemos caer.

1. Nunca señalar

Sé por experiencia, al presenciarlo, al recibirlo, y al hacerlo, que podemos minimizar la situación cuando alguien nos corrige al hacerle saber a la persona que, por supuesto, todos somos pecadores. Nuestro vocabulario durante esas conversaciones difíciles abandona el “tú”, eligiendo el “nosotros”, que nos hace sentir mucho más seguros. Todos nosotros tenemos que dejar de ver pornografía. Necesitamos leer más la Biblia. Necesitamos no tratar duro a nuestras esposas. Y así debe ser, igual como los soldados del capitán Finke necesitaban avanzar y cubrirse mejor.

A primera vista, solo hablar de nuestro pecado cuando estamos en grupo puede parecer amoroso, y puede que lo sea. El contexto es crucial. No siempre es apropiado reprender a un hermano públicamente, por nombre, en grupos grandes (Gál. 2:11–13). El punto no es darle permiso a los hipercelosos de golpear a sus hermanos públicamente. Más bien es hacer que los círculos cristianos, especialmente los grupos de rendición de cuentas, se sientan incómodos, porque muchas veces allí no se permiten herramientas afiladas, ni siquiera para hacer cirugía. El amor, a veces, se expresa de manera simple y directa: “¡Tú eres aquel hombre!” (2 S. 12:5–7). O como dijo Finke: “¡Vamos! ¡Levántate! ¡Sigue!”.

Todavía puedo recordar mi conmoción cuando un hermano, habiéndome tomado aparte, me miró a los ojos y me dijo: “Hermano, tu negligencia de la Palabra de Dios no está bien. Necesitas mirar a Cristo. ¿Cómo puedo ayudarte a seguirlo con más disciplina esta semana?”. No suavizó lo que me dijo al confesarme lo indisciplinado que había sido esa semana. No se unió a mí en mi falta: me guió a Cristo (Heb. 12:1-2). Y se ofreció a ayudarme a llegar allí. Me hirió con el bastón amoroso de la reprensión, me recordó la gracia del evangelio, y se ofreció a ayudarme en el camino. Necesito hombres así en mi vida. Todos los necesitamos.

2. Llamar “legalista” cualquier estándar

He estado con cristianos que creen estar demasiado centrados en el evangelio como para reprender, corregir, o decirle una palabra dura a otro creyente. Estos cristianos consideran que todas las normas son ley y legalismo, una ofensa a nuestra atmósfera de gracia. Necesitamos atraer al pecador con comprensión y amor, dicen, y no crear divisiones con palabras fuertes y responsabilidad específica.

La exhortación regular es necesaria porque el pecado es engañoso y nos arrastra lejos del Dios vivo.

Una persona así puede haber olvidado lo que está en juego:

“Tengan cuidado, hermanos, no sea que en alguno de ustedes haya un corazón malo de incredulidad, para apartarse del Dios vivo. Antes, exhórtense los unos a los otros cada día, mientras todavía se dice: ‘Hoy’; no sea que alguno de ustedes sea endurecido por el engaño del pecado. Porque somos hechos partícipes de Cristo, si es que retenemos firme hasta el fin el principio de nuestra seguridad’, Hebreos 3:12–14.

La exhortación regular es necesaria porque el pecado es engañoso y nos arrastra lejos del Dios vivo. No es una coincidencia que el hombre que busca sus deseos pecaminosos se aísle (Pr. 18:1), pues no quiere escuchar exhortaciones ni cumplir con ninguna norma. Hermano, no ayudes ni instes al enemigo, a la carne, y al mundo llamando “legalistas” las disciplinas cristianas y a las exhortaciones específicas. Más bien, crece y deja atrás lo que John Piper llama “la etapa adolescente que cree que los buenos hábitos son legalismo”. Mientras este día siga siendo “hoy”, es un día para exhortar y ser exhortado a la fe, al arrepentimiento, al amor, y a las buenas obras.

3. Tolera secretamente tu propio pecado

Sé que yo mismo me he protegido de ser específico porque conozco el principio que enseñó Jesús: la medida que usamos para juzgar a otros se aplicará a nosotros (Lc. 6:38). Sabemos que no debemos lanzar un búmeran si no queremos que nos pegue.

He tolerado el pecado de otros porque secretamente quería que otros toleraran el mío.

Yo no quería ponerme altos estándares en mi comportamiento, así que me puse estándares bajos. He tolerado el pecado de los demás porque secretamente quería que otros toleraran el mío. Esta es una forma enferma e incorrecta de tratar a los demás como quieres que te traten.

Hablar con franqueza requiere de un coraje que se deriva primero del odio a los pecados de uno. Nos ocupamos de las manchas y vigas en nuestro ojo para prepararnos para quitar con amor y sin hipocresía las vigas y manchas en nuestros hermanos. Y aceptamos el favor cuando nos lo devuelven.

4. Pensar mal acerca de la humildad

No es falta de humildad llamar pecado al pecado; más bien, eso hace que el orgullo disminuya. El amor a la reputación, no el amor por el alma de otro hermano, nos impide “hablar la verdad con amor” (Ef. 4:15). Aprendemos diferentes cosas de tres de los hombres más humildes en las Escrituras: Juan el Bautista, Moisés, y Jesús.

Juan el Bautista, un hombre nacido con el Espíritu, quien habló de no ser digno de desatar la sandalias de Jesús, confrontó el pecado de otros. El mismo hombre que dijo que Jesús debía aumentar y él disminuir gritó públicamente: “¡Camada de víboras! ¿Quién les enseñó a huir de la ira que vendrá? Por tanto, den frutos dignos de arrepentimiento” (Lc. 3:7–8).

Moisés, el hombre más manso sobre la tierra (Nm. 12:3), llamó constantemente a la gente a arrepentirse de sus quejas y obstinación. “Circunciden, pues, su corazón, y no sean más tercos” (Dt. 10:16). Después del incidente del becerro de oro, incluso quemó el oro para que la gente bebiera de su traición (Éx. 32:20).

Finalmente, Jesús, el hombre de humildad que usó el látigo en el templo, fue específico, y no tuvo miedo de llamarle a su propio discípulo “Satanás” cuando Pedro puso su mente en las cosas del hombre (Mr. 8:33). La humildad ama a los demás lo suficiente como para hacerlos sentirse incómodos cuando es necesario.

Amar al pecador al odiar su pecado

¿Ya no amamos las heridas de un amigo? ¿Hemos puesto nuestra identidad en la arena movediza de nuestro actuar? ¿Hemos llegado a ser demasiado frágiles como para corregir? ¿Acariciamos aquellos pecados por los que nuestro Señor murió para purgarlos de nuestra vida y corazón? “El que odia la reprensión morirá” (Pr. 15:10), y además se desprecia (Pr. 15:31–32), y se extravía a él mismo y a otros (Pr. 10:17).

Amamos al pecador cuando odiamos su pecado. En primer lugar, odiamos nuestro propio pecado, y tomamos en serio el pecado de los demás porque tomamos en serio su bien eterno. No herimos para causar daño. Herimos como lo hace el Todopoderoso: para dar alivio y sanar (Job 5:17–18).

Así que, con una oración ferviente y un cuidadoso discernimiento, dirijámonos con paciencia y amor a otros, desarrollemos buenos hábitos juntos, invitemos a otros a odiar el pecado propio, y pensemos correctamente acerca de la humildad. Nos confrontamos unos a otros aun cuando nos sentimos tentados a quedarnos inmóviles, y nos alentamos a proseguir a la costa segura.


[1] The Dead and These About to die, p. 83.


Publicado originalmente en Desiring God. Traducido por Equipo Coalición.
Imagen: Lightstock.
Recibe cada día los artículos, podcasts, y vídeos más recientes.
CARGAR MÁS
Cargando