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Ezequiel 31-33 y Hebreos 10-11

“Tú, hijo de hombre, diles a los hijos de tu pueblo: ‘Al justo no lo salvará su propia justicia si comete algún pecado; y la maldad del impío no le será motivo de tropiezo si se convierte. Si el justo peca, no se podrá salvar por su justicia anterior” (Ezequiel 33:12 NVI).

Recuerdo cuando mi hija Adriana era pequeña y fue sometida a una sencilla operación quirúrgica en el hospital de niños de la ciudad donde vivíamos. El recinto estaba lleno de dibujos y tenía un ambiente que permitía que los pequeños pudieran relajarse y perderle el miedo a los doctores y las enfermeras. Para mantener ese mismo espíritu, el proceso antes de la operación también era muy sencillo: los pequeños, después de ser examinados minuciosamente, pasan a una pequeña sala con juguetes y un gran televisor, en donde esperan junto a sus padres el momento de su intervención. Ellos ya están con el camisón con el que serán operados, por lo que es extraño ver a los niños jugando tranquilos con tal uniforme. Los padres, sentados alrededor, tratamos de tener el mejor ánimo distendido, aunque muchas caras muestran preocupación y nerviosismo.

Sin embargo, el momento más difícil es cuando uno debe entregar a su niño en las manos de las enfermeras para que se lo lleven a pabellón, especialmente cuando los niños son muy pequeñitos. Tengo grabado el momento cuando una pareja muy joven tuvo que entregar a su pequeñita de entre seis a ocho meses para ser operada. Al parecer, la niña había sufrido un accidente grave y estaba con las piernitas enyesadas y tenía una gran protuberancia en su cabecita. Cuando llamaron a la niña para la operación, su padre la tenía tiernamente entre sus brazos mientras ella dormitaba. Al ponerse de pie, se la entregó a la madre, quien la tomó entre sus brazos, le habló al oído, y le dio un largo beso, para luego entregarla a la enfermera. En toda la sala hubo como un silencio de respeto mientras se llevaban a la niña, y la madre joven se tapaba la cara mientras trataba de llorar en silencio. Yo pude notar que todos los padres que estábamos allí compartimos el dolor de esta pareja desconocida, y derramamos una lágrima de dolor con ellos.

¿Cómo poder sobrevivir a una fatalidad? ¿Cómo levantarnos en medio del dolor? ¿Cómo no sucumbir ante el peso de la derrota? ¿Cómo cambiar el rumbo cuando estamos enlodados en nuestras propias miserias y errores? Mientras a mi hija la estaban interviniendo, pude observar de nuevo a la pareja en la sala de espera. Ellos estaban en silencio; ella mirando hacia un punto invisible a la distancia, y él tratando de hojear una revista. Supongo que estaban reuniendo fuerzas para enfrentar todo lo que se les venía por delante, calculando todos los escenarios posibles, amando con todo el corazón a su indefensa criaturita, quizás haciéndose mil preguntas, pero de seguro nunca renunciando a la esperanza. Cuando una enfermera pronunció el nombre de la niña, la madre dio un salto, se puso en pie y desapareció tras una puerta, el esposo tuvo que tomar todas las cosas apurado y seguir tras ella. No los volví a ver. Imagino que ellos estuvieron cuidando a su delicada hijita, soñando con que estos momentos pasaran pronto y todo volviese a la normalidad.

Los intentos humanos por evadir la realidad con excesivo materialismo y con falsa espiritualidad están condenados al fracaso.

Cuando nos vemos enfrentados a situaciones límites en nuestras vidas es cuando nos damos cuenta del verdadero valor de nuestra vida y de que necesita más que lo elemental y lo rutinario. En el corazón del ser humano hay un deseo de trascendencia, de ser guiado más allá de sus propias capacidades y sentidos. John Stott, en su libro “El cristiano contemporáneo”, señala los factores de desilusión moderna en la búsqueda de trascendencia: (1) El desierto del materialismo que ha hecho pensar que la comodidad material satisface las profundas necesidades espirituales. (2) El abuso de las drogas en la búsqueda, genuina pero destructiva, para encontrar salida a las presiones de la vida. (3) Y la proliferación de cultos pseudo-espirituales que cautivan a una sociedad desencantada con las religiones tradicionales, y que ha convertido la fe personal en un “gospel show” con estrellas y nuevos mediadores entre la divinidad y el común de los mortales. Todas y cada una de estas nuevas “salidas” humanas tienen un sesgo de desesperanza, de vacío, de batalla perdida. Esos intentos humanos por evadir la realidad con excesivo materialismo y con falsa espiritualidad están condenados al fracaso.

Sin embargo, nuestro Señor nos señala un camino compasivo en medio de tanta angustia y fracaso. Así se lo señaló el Señor a su profeta Ezequiel. “Diles: Tan cierto como que yo vivo – afirma el SEÑOR omnipotente -, que no me alegro con la muerte del malvado, sino con que se convierta de su mala conducta y viva. ¡Conviértete, pueblo de Israel; conviértete de tu conducta perversa! ¿Por qué habrás de morir?” (Ez. 33:11 NVI). Nuestro Señor nos plantea una salida muy clara: nuestro destino está en las manos del Señor soberano, pero también en nuestra responsabilidad ante las decisiones que tomamos y la disposición que tengamos a vivir con rectitud y en obediencia al Señor de nuestras vidas. Un cambio radical hacia la justicia no tendrá estorbo en Dios, lo mismo que un cambio de la justicia a la injusticia traerá un resultado conforme a lo actuado, y también una respuesta divina.

De todo lo mencionado, podemos sacar una primera conclusión: el fatalismo es pasivo y le da la espalda a la responsabilidad personal y, por lo tanto, a la realidad. De allí que debemos convertir nuestro fatalismo en fe, estando atento al mensaje de Dios que clarifica nuestra realidad y responsabilidad y nos dirige hacia acciones claras y evidentes. Aquí, nuevamente, el tema es más práctico que místico. Muchos nos confundimos al pensar que la Palabra de Dios primero debe producir en nosotros un gusto estético o emotivo, lo que es un completo error. De hecho, ese era el problema del pueblo en tiempos del profeta Ezequiel. Ellos eran ávidos espectadores, pero que no movían un dedo para poner en práctica lo que vitoreaban con aplausos: “Y se te acercan en masa, y se sientan delante de ti y escuchan tus palabras, pero luego no las practican. Me halagan de labios para afuera, pero después solo buscan las ganancias injustas” (Ez. 33:31 NVI). La exposición bíblica no es un concurso de oratoria, sino la exposición del mensaje pertinente y vital de Dios a una generación. El Señor no espera halagos y críticas positivas a sus Palabras, sino obediencia y fe.

La exposición bíblica no es un concurso de oratoria, sino la exposición del mensaje pertinente y vital de Dios a una generación.

Por eso debemos cuidarnos de tomar solo en sentido poético el mensaje de Dios sin terminar de descubrir la esencia práctica de lo que Dios habla. Por eso es que la gente no podía encontrar el camino en los tiempos de Ezequiel, porque habían perdido de vista la naturaleza esencia de lo que era este profeta hablando en nombre de Dios: “En realidad, tú eres para ellos tan solo alguien que entona canciones de amor con una voz hermosa, y que toca bien un instrumento; oyen tus palabras, pero no las ponen en práctica” (Ez. 33:32 NVI). Por lo mismo, la fatalidad es opuesta a la fe, ya que está engañada por la inacción que es tan “fatal” como esperar el tren sentado en la línea férrea. De hecho, Ezequiel usa la ilustración del vigilante que hace sonar la trompeta cuando percibe la cercanía del enemigo. “Cuando yo envío la guerra a algún país, y la gente de ese país escoge a un hombre y lo pone por centinela, si éste ve acercarse al ejército enemigo, toca la trompeta para advertir al pueblo. Entonces, si alguien escucha la trompeta pero no se da por advertido, y llega la espada y lo mata, él mismo será culpable de su propia muerte. Como escuchó el sonido de la trompeta pero no le hizo caso, será responsable de su propia muerte, pero si hubiera estado atento se habría salvado” (Ez. 33:1b-5 NVI). ¿Notas que más que fata-lismo es fatua-lismo?

Ahora estamos listos para una segunda conclusión: nuestro Señor Jesucristo lo ha hecho todo posible para que entremos en la vida nueva que Él no se cansa de anunciar y que es opuesta a la falsa fatalidad. Esta nueva vida no es solitaria, sino que está en directa y plena comunión con Dios. Es el proyecto y el contratista comprometido en la ejecución lo que garantiza la culminación de la obra y no tiene cláusula de revocación porque, “… hermanos, mediante la sangre de Jesús, tenemos plena libertad para entrar en el Lugar Santísimo… Acerquémonos, pues, a Dios con corazón sincero y con la plena seguridad que da la fe…” (Heb. 10:19, 22 NVI).

Como vemos, lo único que el Señor demanda es persistencia en fe, o sea confianza en lo que el Señor mismo es capaz de hacer y en las fuerzas que nos dará para ser obedientes en sus manos. Por eso, el autor de Hebreos nos exhorta a que, “Mantengamos firme la esperanza que profesamos, porque fiel es el que hizo la promesa” (Heb. 10:23 NVI). Junto con lo anterior, también es importante nuestra disposición a obedecer: “Ustedes necesitan perseverar para que, después de haber cumplido la voluntad de Dios, reciban lo que él ha prometido” (Heb. 10:36 NVI).

Vivir una vida de fe no fatalista demanda comunión y obediencia no solo con Dios, sino también con el Cuerpo de Cristo.

Vivir una vida de fe no fatalista demanda comunión y obediencia no solo con Dios, sino también con el Cuerpo de Cristo, la iglesia. Allí encontramos a otros que, al igual que nosotros, están empeñados en vivir conforme a las demandas del Señor. Por eso el consejo es absolutamente claro: “No dejemos de congregarnos, como acostumbran hacerlo algunos, sino animémonos unos a otros, y con mayor razón ahora que vemos que aquel día se acerca” (Heb. 10:25 NVI). Los sinsabores de la vida pueden generar muchas frustraciones y amarguras, pero cuando somos capaces de relacionarnos en comunidad con otros que persiguen nuestros mismos fines, entonces podemos animarnos, fortalecernos, y compartir experiencias comunes que nos hagan más fuertes y decididos en la consecución de nuestros objetivos de vida. 

Solo la fe puede darle significado a nuestra vida. La fe es hacer a Dios protagonista en el drama de nuestra propia existencia, como dice el autor de Hebreos: “En realidad, sin fe es imposible agradar a Dios, ya que cualquiera que se acerca a Dios tiene que creer que él existe y que recompensa a quienes lo buscan” (Heb. 11:6 NVI).

Yo no quiero vivir una vida gris; quiero vivir la vida gloriosa que está reservada para los hijos de Dios. No quiero vivir una vida quejumbrosa y fatalista; quiero vivir una vida victoriosa que le saca el jugo a la existencia y sea capaz de doblarle la mano al infortunio. No quiero nada nuevo, sino que quiero lo que está probado y aprobado por Dios; quiero de aquello que desde muchos siglos atrás ya han disfrutado todos los que se han pasado a las filas de Dios, “los cuales por la fe conquistaron reinos, hicieron justicia y alcanzaron lo prometido; cerraron bocas de leones, apagaron la furia de las llamas y escaparon del filo de la espada; sacaron fuerzas de flaqueza; se mostraron valientes en la guerra y pusieron en fuga a ejércitos extranjeros. Hubo mujeres que por la resurrección recobraron a sus muertos. Otros, en cambio, fueron muertos a golpes, pues para alcanzar una mejor resurrección no aceptaron que los pusieran en libertad. Otros sufrieron la prueba de burlas y azotes, e incluso cadenas y cárceles. Fueron apedreados, aserrados por la mitad, asesinados a filo de espada. Anduvieron fugitivos de aquí para allá, cubiertos de pieles de oveja y de cabra, pasando necesidades, afligidos y maltratados. ¡El mundo no merece gente así! …” (Heb. 11:33-38 NVI). 

Los “cristianos” que no abrazan esto no forman parte del ejército de fe. Cuando hombres y mujeres son capaces de vivir, gozar, y también sufrir por su fe, dice la Biblia que “Dios no se avergonzó de ser llamado su Dios…” (Heb. 11:16b NVI). Todos aquellos que quieran formar parte de esta unidad élite en el pueblo de Dios deben repetir este juramento: “Pero nosotros no somos de los que se vuelven atrás y acaban por perderse, sino de los que tienen fe y preservan su vida” (Heb. 10:39 NVI).


Imagen: Lightstock.
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