El mundo de B. B. Warfield, una vez que llegó a Princeton en 1887, no era muy grande. Su casa, llamada la “Antigua Casa de Hodge”, estaba convenientemente situada junto a la residencia Alexander, que contenía los dormitorios y las aulas de Princeton. Al otro lado del césped estaba la capilla Miller. Su propio estudio bien surtido (pues era el editor de The Princeton Review), a donde le enviaron un flujo constante de libros, podría completarse con un breve viaje a la biblioteca del seminario. Sin embargo, el impacto de Warfield se extiende más allá de este pequeño mundo, más allá del campus arbolado de Princeton. Desde el atril entrenó a dos generaciones de ministros, y con su pluma impactó virtualmente a todo el mundo.
Sus escritos, la mayoría de ellos reunidos en un conjunto de diez volúmenes publicado póstumamente por la Oxford University Press, defienden los puntos de vista ortodoxos de la Escritura y la cristología, justo cuando el liberalismo estaba aumentando su ataque a estas doctrinas cruciales. Tres volúmenes dan testimonio del trabajo de Warfield como teólogo histórico e historiador de la iglesia. Otro volumen reúne muchas de sus reseñas de libros que aparecieron por primera vez en The Princeton Review. Y luego hay dos volúmenes totalmente dedicados al tema del llamado “perfeccionismo”. A primera vista, esto parece ser una cantidad desmedida de espacio y atención. ¿Por qué estaba Warfield tan preocupado por el perfeccionismo?
Parece ser excesivo, superficialmente. Mirando un poco más profundo, uno encuentra que la atención de Warfield al perfeccionismo es bastante apropiada. Además, su trabajo aquí, al igual que sus escritos sobre otros temas, rápidamente van más allá de las polémicas, y nos ofrecen una gran cantidad de material positivo. Los escritos de Warfield sobre el perfeccionismo se convierten en un punto de entrada a su entendimiento y enseñanza de la vida cristiana, y dicha enseñanza, argumentaba Warfield, era absolutamente central para su propio trabajo entrenando ministros.
Las imperfecciones del perfeccionismo
El perfeccionismo, al menos en el protestantismo moderno, tiene sus raíces en Juan Wesley, quien enseñó que la santificación puede ser completa y absoluta en esta vida. El “amor perfecto”, el cual era el término preferido de Wesley, podría llevarse a cabo desde este lado de la gloria. En los días de Warfield y al comenzar el siglo XX, el perfeccionismo había sido adoptado por un grupo bastante diverso, constituyendo un caso extremo de extraños compañeros. Warfield encontró el perfeccionismo en las enseñanzas del destacado liberal alemán Albrecht Ritschl, en los sermones de avivamiento de Charles Finney, en el movimiento “Keswick”, y en el pentecostalismo. Warfield también lo vio entre los fundamentalistas en la década de 1910 que eran partidarios de la llamada “vida victoriosa”.
En su crítica del perfeccionismo, Warfield da nombres específicos y ofrece críticas detalladas de sus enseñanzas, desmantelando el perfeccionismo literalmente línea por línea. Estas críticas variadas y múltiples pueden reducirse a tres argumentos principales. Warfield argumenta que los que se adhieren al movimiento de la “vida victoriosa” construyen un alto muro de separación entre la justificación y la santificación. Esta bifurcación entre entrar en la vida cristiana y vivir la vida cristiana separa lo que según Warfield debe mantenerse unificado. “No podemos dividir a Jesús”, dice Warfield, “y tenerlo a Él como nuestra justicia, sin tenerlo al mismo tiempo como nuestra santificación” (The Works of Benjamin B. Warfield, vol. 8, p. 475). Esta división, nos dice Warfield, surge de una visión deficiente de Cristo y la cruz.
Todos aquellos en Cristo tienen todo lo que necesitan para vivir la vida cristiana y buscar la santidad.
Primero, en referencia a Cristo, cuando lo recibimos en la salvación, recibimos su persona y sus beneficios, y Warfield agrega que “cuando lo tenemos, lo tenemos todo” (Works, vol. 8, p. 569). El movimiento de la “vida victoriosa” enseña que en la salvación no lo recibimos todo, sino que tenemos que esperar hasta una segunda bendición, o esperar un momento posterior de empoderamiento para vivir plenamente la vida cristiana. Además, el perfeccionismo promueve una visión deficiente de lo que Cristo realizó en la cruz. En la enseñanza de la «vida victoriosa», la muerte de Cristo solo tiene que ver con la salvación de la culpa del pecado; la salvación de la corrupción del pecado viene después. Warfield responde de esta manera: “Esta es una concepción fatalmente inadecuada de la salvación, pues enfoca tanto la atención en la liberación del castigo del pecado y de los continuos actos de pecado, que descuida la liberación del pecado mismo, esa corrupción de corazón que nos hace pecadores” (Works, vol. 8, p. 579).
Warfield no era ingenuo. Entendía que el cristiano, aunque salvo de la culpa y la corrupción del pecado, continuaba pecando. Sin embargo, defendió una visión de la santificación que se veía muy diferente a la de los protagonistas de la “vida victoriosa”. En la opinión de estos últimos, hay dos clases de cristianos: unos en el plano superior que experimentan la victoria en Jesús, y otra clase que se revuelca abajo. Esta enseñanza frustró a Warfield, al ver que socavaba la obra de Cristo, sin mencionar el papel del Espíritu Santo en la vida del creyente. En la opinión de Warfield, tales clases de creyentes no existen. Todos aquellos en Cristo tienen todo lo que necesitan para vivir la vida cristiana y buscar la santidad.
En segundo lugar, Warfield consideraba que el perfeccionismo ponía demasiado énfasis en la voluntad humana, y llamó a esa enseñanza “la tendencia pelagiana” (una referencia al adversario teológico de Agustín, Pelagio). Warfield lo expresa de esta manera: “En todas partes y siempre”, dice sobre el perfeccionismo, “la iniciativa pertenece al hombre; en todas partes y siempre la acción de Dios se suspende por la voluntad del hombre” (Works, vol. 8, p. 610).
Un cristianismo para el ordinario
Debemos esforzarnos por la santidad en las experiencias ordinarias de nuestras vidas.
La disputa final de Warfield tuvo que ver con la tendencia que tenía el perfeccionismo de separar la vida cristiana de la vida cotidiana. Su crítica más aguda al perfeccionismo viene con estas palabras: “Ellos aman la tormenta, el terremoto, y el fuego. No pueden ver lo divino en ‘un sonido de apacible quietud’, y se adaptan con dificultad cuando Dios alarga su obra de gracia” (Obras, vol. 8, p. 561). La enseñanza del perfeccionismo se presta bien a las experiencias en la cima de la montaña, a la emoción de la reunión del campamento, o al calor de los fuegos de avivamiento. No le va tan bien en la experiencia ordinaria, no le dice al creyente cómo vivir en el valle. La visión de Warfield de la santificación apunta en una dirección diferente. Nos recuerda que no solo vivimos vidas santas los domingos, o en la conferencia de una semana, sino también de lunes a viernes, que son todos los lunes a viernes de nuestras vidas. Él nos recuerda que debemos esforzarnos por la santidad en las experiencias ordinarias de nuestras vidas.
Warfield no solo escribió sobre estas creencias, sino que también buscó inculcarlas en sus alumnos. La santidad, la humildad, y el servicio debían ser los sellos distintivos de la vida del ministro. Warfield creía que todos los ministros son teólogos, y hablando de teólogos, una vez dijo: “El teólogo sistemático es preeminentemente un predicador del evangelio, y el final de su trabajo obviamente no es simplemente la disposición lógica de las verdades que vienen bajo su mano, sino el mover de los hombres, a través de su poder, a amar a Dios con todos sus corazones y a sus vecinos como ellos mismos; a elegir su porción con el Salvador de sus almas; a encontrarlo y mantenerlo precioso; y a reconocer y rendirse a las dulces influencias del Espíritu Santo a quien ha enviado” (Obras, v. 9, p. 86).
Sin embargo, Warfield no solo enseñó esto a sus estudiantes; él lo modeló para ellos. La razón principal por la que el mundo de Warfield era tan pequeño durante su permanencia en Princeton se debió a la mala salud e invalidez de su esposa. Cuando Warfield dejaba su hogar, era para enseñar y adorar. De lo contrario, se preocupaba por su esposa en su casa (y, por supuesto, escribía). Este fue el llamado que Dios tuvo para Warfield, a enseñar, escribir, y ser un esposo cariñoso y afectuoso. Y en estos roles, Warfield buscaba reflejar la santidad de Dios, ejercer la humildad, y servir desinteresadamente.
Publicado originalmente en Ligonier. Traducido por Emanuel Elizondo.
Imagen: Lightstock.



