«La más grande cuestión de nuestro tiempo», dijo el historiador Will Durant, «no es el comunismo contra el individualismo, ni Europa contra Estados Unidos, ni siquiera Oriente contra Occidente; es si los hombres pueden vivir sin Dios o no». Por lo que veo, esa pregunta se responderá en nuestros días.
Durante siglos, la Iglesia cristiana ha sido el centro de la civilización occidental. La cultura, el gobierno, la ley, y la sociedad occidental se han basado en principios explícitamente cristianos. La preocupación por el individuo, el compromiso con los derechos humanos, y el respeto por lo bueno, lo bello, y lo verdadero, todo esto surgió de las convicciones cristianas y la influencia de la religión revelada.
Todos estos temas, me apresuro a agregar, están bajo serio ataque. La noción de lo correcto y lo incorrecto ahora es descartada por grandes sectores de la sociedad estadounidense. Si no se descarta, se ridiculiza. Esto se ilustra en Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, pues los secularistas modernos simplemente declaran que lo bueno es malo, y lo malo, bueno.
Un nuevo paisaje
El teólogo cuáquero D. Elton Trueblood describió una vez a los Estados Unidos como una «civilización de flor cortada». Nuestra cultura, argumentó, está separada de sus raíces cristianas como una flor cortada por el tallo. Aunque la flor mantendrá su belleza por un tiempo, está destinada a marchitarse y morir.
Cuando Trueblood dijo esas palabras hace más de dos décadas, la flor todavía tenía algo de color y signos de vida. Pero la flor hace tiempo que perdió su vitalidad, y es hora de reconocer los pétalos caídos.
«Si Dios no existe», argumentó Ivan Karamazov, en la novela de Fyodor Dostoevsky, «todo está permitido». La permisividad de la sociedad moderna no se puede exagerar, pero sí se puede rastrear directamente a los hombres y las mujeres de hoy, quienes actúan como si Dios no existiera o no pudiese cumplir Su voluntad.
La Iglesia cristiana ahora se encuentra frente a una nueva realidad. La Iglesia ya no representa el núcleo central de la cultura occidental. Aunque todavía ocupa puestos de influencia, estas son excepciones en lugar de la regla. En su mayor parte, la Iglesia ha sido desplazada por el reino del secularismo.
El periódico trae un bombardeo constante que confirma el estado actual de la sociedad. Esta época no es la primera en ser testigo de horror y maldad indescriptibles, pero es la primera que niega que haya una base consistente para identificar lo malo como malo, y lo bueno como bueno.
Las convicciones de la Iglesia no deben surgir de las cenizas de nuestra propia sabiduría caída, sino de la Palabra de Dios.
A la Iglesia fiel, mayormente, la toleran como una de las voces en la arena pública, pero solo mientras no intente ejercer una influencia creíble en el estado de las cosas. Si la Iglesia habla enérgicamente ante un tema de debate público, la castigan diciendo que es coercitiva y desactualizada.
Un nuevo rol
¿Qué piensa la Iglesia de sí misma al enfrentar esta nueva realidad? Durante la década de los ochentas, era posible pensar con ambición sobre cómo la Iglesia estaba a la vanguardia de una mayoría moral. Esa confianza ha sido seriamente sacudida por los eventos de la última década.
Se detecta poco progreso hacia restablecer un centro de gravedad moral. En cambio, la cultura se ha movido rápidamente hacia abandonar por completo toda convicción moral.
La Iglesia, aquella que sigue firme en su confesión, ahora debe estar dispuesta a ser una minoría moral, si así lo demandan los tiempos. La Iglesia no debe seguir el escandaloso llamado secular hacia el revisionismo moral y las posiciones políticamente correctas con respecto a los temas del día.
Cualquiera que sea el problema, la Iglesia debe hablar como la Iglesia, es decir, como una comunidad de caídos pero redimidos que están bajo autoridad divina. La preocupación de la Iglesia no es conocer su propia mente, sino conocer y seguir la mente de Dios. Las convicciones de la Iglesia no deben surgir de las cenizas de nuestra propia sabiduría caída, sino de la autorizada Palabra de Dios, que revela la sabiduría de Dios y sus mandamientos.
El primer propósito de una historia es ser una buena historia. El carácter que se produce en un pueblo que está bajo la autoridad del Dios soberano del universo inevitablemente estará en desacuerdo con la cultura de incredulidad.
Una antigua convocatoria
La Iglesia enfrenta una nueva situación. Este nuevo contexto es tan actual como el periódico de la mañana y tan antiguo como las primeras iglesias cristianas en Corinto, Éfeso, Laodicea, y Roma. La eternidad dará fe de si la Iglesia actual está dispuesta a someterse solo a la autoridad de Dios, o si la Iglesia perderá su vocación para servir a los dioses menores.
La Iglesia debe despertarse y percatarse de su condición de minoría moral y aferrarse al evangelio que se nos ha confiado para predicarlo. Al hacerlo, los manantiales de la verdad permanente revelarán que la Iglesia es un oasis vivificante en medio del desierto moral de los Estados Unidos, y de toda América.